Carlos Zanón ha publicado Taxi, la nueva gran novela sobre Barcelona. Y nos resulta inevitable empezar a hablar de ella sin comprarla con la película de Scorsese.
Cuando era pequeño tenía una tendencia casi insana a imaginar cualquier construcción de ficción a escala local. Siendo de Benidorm, pensaba en el GTA, el juego tipo sand box, adaptado a mi ciudad. Lo mismo me pasaba con el cine, con las series de animación, con las novelas de El Barco de Vapor.
Cosas del softpower y de la imaginación, supongo.
Taxi (Salamandra, 2017) de Carlos Zanón ha actuado en mí un poco como la magdalena en Proust. Por aquello de la epifanía. Por la evocación de estos recuerdos que comento aquí arriba. Porque leyendo Taxi he experimentado sensaciones similares a las que tuve mientras veía Taxi Driver.
Sandino, el protagonista, es un hombre taciturno, huraño a ratos. Emana de él la constante sensación de que vive en el mismo estado mental que Michael Douglas en Un día de furia antes de romper con todo. También es cobarde, irresponsable e infiel. Sobre todo cobarde e infiel: su mujer quiere dejarle y él, en una huida hacia ningún lado, se adentra en un laberinto de tramas turbias, recuerdos no afrontados y nuevas y viejas amantes. El laberinto es Barcelona.
¿El parecido con Travis Bickle? El de ver a un ser desgastado, siempre al borde del precipicio, deambulando en coche por una ciudad caótica.
Como en todas las novelas u obras que son sospechosas de imitar a otra por el mero hecho de hablar del mismo concepto, Zanón no tarda en referenciar a Taxi Driver. Y es que Scorsese ha sentado jurisprudencia en lo referente a la ficción de taxis. También ha puesto precio, el peaje a pagar por hablar de taxis en una ciudad es mencionar al director de Casino.
E igual que Nueva York en la cinta de Scorsese, Barcelona aquí tiene su rol: de ahí que se hable de Taxi como la nueva gran novela de Barcelona. No la Barcelona del turista, no la Barcelona de Mendoza. Sí la Barcelona de Zanón. La Barcelona de Zanón, huelga decir, no es la cara popular, amable o conocida: hay bares que sólo frecuentan los barceloneses, aparece mercabarna, clubes nocturnos.
Y lo que es más importante, el retrato no es maniqueo ni simplista. Barcelona tiene múltiples caras y entendemos que Zanón cree injusto el resultado de la unión entre adjetivos y toponimia. Barcelona caleidoscópica, como un escenario (como el telón de fondo, más precisamente) por el que se mueve Sandino, sus amantes, sus pasajeros y sus amigos.
Tampoco habla de la ciudad desde dentro del taxi, Zanón lanza su soflama como un director de neorrealismo italiano o como un periodista de Callejeros. No por unas cuestiones de posicionamiento ideológico. Qué va, es más por aquello del discurso sociológico.
Cómo interactuar con los inmigrantes del Raval, cómo tratar con los orates que te puedes encontrar en la Psycho, qué problemas crean nudos en los estómagos de la gente de Sarrià.
Creo que Zanón escribe como Manuel Vilas, aunque no he leído ningún libro de este último. Estoy convencido de que ambos tienen el mismo universo metafórico y una prosa deliberadamente desordenada, nebulosa y lisérgica.
A esta prosa le nace de forma natural y continuada una ciudad desdibujada y de características muy al hilo de su forma de escribir. En la memoria del protagonista nada es claro, en la ciudad, tampoco. Frases cortas, calles largas. Calles con nombre pero sin gente y si hay gente, es masa.
“La ciudad pasa alrededor, en el batiscafo, a través de los cristales, como salvapantallas de tu portátil que ya conoces, que no son parte ya de tu realidad, siempre en medio de otro lugar”, dice Zanón en alguna parte del libro.
La buena literatura debe huir de tópicos y clichés, eso hace Zanón en Taxi. La idea casi preconcebida de taxista como personaje parodiable que escucha la COPE se la carga en las primeras líneas: “El taxista melancólico, el niño triste, el taxista solitario”.
Si tiene que mencionar a Colau, a Piqué, a Messi o decir que va a coger una habitación en un Ibis (en vez de en un Hotel), lo hace. El autor también se despoja de los miedos literarios de tratar el presente. Carlos Zanón escribe y no piensa en la repercusión: quiere contar una historia, quiere contar una historia en Barcelona y la quiere contar a fecha de 2017.
¿El resultado? Una historia bien contada en Barcelona a fecha de 2017.