Cerca de Arc del Triomf hay un maravilloso local en el que su chef cocina con el corazón en París y el cerebro en Barcelona.
Una amplia cristalera, un neón con el nombre de la abuela del cocinero -que coincide con el nombre del local-, la piedra cubriendo las zonas a las que no llega el cristal y la multitud abarrotando el local. Ese es el plano al que se enfrenta el flaneur con buen criterio gastronómico cuando se detiene delante de uno de los locales más de moda de Barcelona -aunque «de moda» no es una locución que haga justicia, demasiado temporal.
Hablamos, claro, de Ginette, un restaurante que, puesto en edad humana, no sabría ni hablar. Apenas lleva un año abierto y ya está entre los musts de la ruta gastronómica barcelonesa. De Ginette diríamos se come como en casa, pero nos quedaríamos cortos. Ni los mejores platos de una madre, ni en tus mayores alardes culinarios se alcanza la calidad de los platos aquí ofrecidos.
Entre otras cosas porque aquí la satisfacción es multisensorial, a pesar de no ser uno de esos restaurantes con esas aspiraciones o ínfulas. La visual se colma con el local y la presentación cuidada y medida de cada plato; la olfativa, con la llegada de cada entrante, de cada plato principal, de cada postre; la auditiva, con el hilo musical, bossa nova, que cubre el espectro sonoro; lo del gusto, que es por lo que se viene aquí, es otra película.
Aspectos contextuales ya detallados, diremos que Ginette es -aparte de Manuel Valls- la constatación de una convergencia entre Francia y Cataluña. Las gastronomías de ambos lugares se funden como la bechamel y el pato confitado en sus croquetas estrella. Como los espárragos verdes con lomo ibérico, polvo de aceitunas negras y pecorino. Como los ravioli de champiñones ahumados con estragón y -trago la saliva acumulada tras recordar y escribir estos ingredientes- crema de gambas.
Platos, todos estos, que son sólo los entrantes del menú cerrado que ofrece Fever: tres entrantes para compartir, plato principal a elegir, postre, pan y agua al mejor precio. El menú cerrado, por cierto, es la opción perfecta si eres de los que se dejan recomendar o de los que hasta le dan taquicardias cuando tiene una carta delante.
Aunque esas taquicardias no se desvanecen del todo: hay que elegir. Pero con el terreno acotado. Cordero confitado seis horas a baja temperatura con ratatouille y muselina de boniato asado (virgen santa, virgen santa); merluza con cremoso de brócoli, zanahorias y berreu blanc con anacardos (!!!!); o arroz negro Carnarolli con sepia marinada.
El verdadero sufrimiento, no obstante, llega cuando toca elegir el postre. Suerte que si apoyas el reparto equitativo de la riqueza, podrás escoger dos de los tres postres y compartirlos con tu acompañante. A saber, las opciones son París Brest (son como una v2.0 de los profiteroles); mousse de chocolate con salsa de caramelo salado y avellanas; o sable Bretón con fresas confitadas al tomillo y chantilly (después de probar este ya puedes morir tranquilo).
¡Ah! Y la mantequilla Beurre d’Echiré -la mejor del mundo- que la sirven cuando te sientas sirven como sustento a la atrevida, pero justa sentencia de que es una comida perfecta de principio a fin.
Bon appétit!
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