Aquello de que la realidad siempre supera a la ficción es uno de los recursos más manidos que tenemos los periodistas para empezar un artículo en el que se cuenta una historia de difícil credibilidad –o sea, increíble–. El caso de la historia del parque –por llamarlo de alguna manera– reúne todas las condiciones para dar pie a ese inicio.
Entonces: la realidad siempre supera la ficción. La ficción a la que nos referiremos será, por ejemplo, la de Captain Fantastic (Matt Ross, 2016) –aunque bien podría ser la de Santi Lorenzo en Los Asquerosos, entre otras muchas–.
En la película, Viggo Mortensen es un padre que vive con sus seis hijos en los remotos bosques de Estados Unidos. Y en esos bosques ha montado un dispositivo de vida práctica al más puro estilo de los Picapiedra. En el de Los Asquerosos, la trama retrata a un tipo que tiene que huir de la civilización e instalarse en un pueblo deshabitado.
Ese es el caso del Parc d’en Garrell. Más o menos.
Josep Pujuila, también conocido como ‘el Tarzán de Arguelaguer’, se cansó de la civilización. Y en un ejercicio puro de “quiero algo y voy a por ello”, levantó unas construcciones insólitas en las afueras de Arguelaguer. Y en Sobre la marxa (el inventor de la selva), un documental sobre su obra, asegura lo siguiente: “No quiero saber nada más sobre el hombre blanco civilizado”.
Aunque las razones tampoco están del todo claras. No las sabía ni él. Nacido en los años 30 y fallecido hace un par de años, Pujuila dijo que: “Si me preguntas por qué lo hago, no te lo sé explicar bien. Es una fuerza que tengo dentro de mí”.
No importa, en verdad, qué motivaciones perseguía Josep Pujuila. Importa el resultado, importa su obra e importa que haya puesto su Arguelaguer natal –423 habitantes– en el mapa.
Importa también que levantó todo del mismo modo que un uroboro se hace a sí mismo. Devorándose y volviéndose a generar. Tirándolo y volviéndolo a levantar. Josep Pujuila levantó una selva al lado de la autopista. La levantó y la desmontó hasta dos veces. Sean problemas de vandalismo, sea el desdoblamiento de la nacional 260 y la necesidad de trasladar las estructuras. Lo malo de esto es que ahora mismo solo queda una cuarta parte de lo que el autor hizo.
Sea lo que sea y sea como sea. Lo del Parc d’en Garrell es una oda al libre albedrío. En la creación de laberintos, en el tallado de las rocas, en el levantamiento de torres de madera que se ven desde la autopista, en el acto de cavar cuevas. En todo esto no hay planificación alguna.
Y, bueno, es un arma de doble filo: si no fuera así, no existiría lo que hoy existe. Si hubiera sido de otra manera, su futuro a largo plazo quizás estaría asegurado. Ahora la inestabilidad de algunas de las edificaciones, la paupérrima calidad de los materiales y el hecho de que Josep Pujuila muriese, nos llevan a preguntarnos algo: ¿cuánta vida le queda al Parc d’en Garrell?