“Mi padre tenía la increíble habilidad que consiste en decirle al cliente justo lo que va a querer comer”, esta frase, presente en la web del Passadís del Pep, podría resumir la esencia de un restaurante emblemático en pleno centro de Barcelona.
Por un lado, explicita lo siguiente: antes hubo otro dueño. Antes de Joan Manubens, estuvo Joan Manubens. Se entiende que el primer Manubens es el padre y el segundo, el hijo. El padre murió en 2017 y el hijo se hizo cargo del restaurante. Y se hizo cargo haciendo apología de una máxima: cuando las cosas van bien, lo mejor es no tocarlas.
La otra parte de la esencia es esa frase tan desconcertante de decirle al cliente lo que va a querer comer. En Passadís del Pep no hay ningún vidente y tampoco hay carta –ni letrero que indique que en pla del Palau, 2 hay un restaurante, por cierto–. Uno va a a Passadís del Pep a ver qué pasa: no hay carta, no hay menú degustación. La experiencia de este restaurante es un poco como El gato de Schrödinger. Hay una salvedad, una cosa que se sabe: aquí se trabaja con productos de temporada y de kilómetro cero.
Otro matiz que define al lugar y que puede resultar decisivo en quienes profesamos el esnobismo como dogma vital es lo distinguido de sus asistentes. No es que el Passadís del Pep sea susceptible de generar una visita ex profeso (o sí), es que cuando alguien de la farándula (o no) está en Barcelona suele venir a comer aquí. A saber: por tu boca puede pasar el mismo tenedor –lavado, eso sí– que antes pasó por la boca de Harrison Ford, de Woody Allen, de Sigourney Weaver, de Robert de Niro, de Margaret Thatcher o, incluso, de Donald Trump.
Si hubiera que ponerle una pega al Passadís del Pep –que no hace falta ponérsela, pero es que esta pega es al mismo tiempo un elogio– es que si te gusta lo que has comido es difícil que, en una futura visita, vuelvas a comer exactamente lo mismo. Como el río en el que no te bañas dos veces.