Vaya por delante de todo que el autor de estas líneas es valenciano y, aunque no debería significar nada porque en su casa nunca se ha hecho una paella, su procedencia le dota de más autoridad moral para hablar del tema que a un Jamie Oliver cualquiera. Dicho esto, mi condición de valenciano no me convierte en un talibán de la paella. Respeto la tradición y respeto que se le llame paella al arroz con marisco porque las cosas se llaman como las llama la gente.
¿Adónde quiero llegar con esta introducción? Pues no lo sé muy bien. Partamos de la base de que esto es una reseña de un restaurante. Del restaurante L’amfora, que se hace llamar a sí mismo “la casa de la paella”. El epíteto, podría pensar cualquier valenciano que pasara por delante del local, puede sonar pretencioso. Pero –aquí un spoiler que precede al resto del artículo– ni mucho menos lo es. Suena naif, pero en L’Àmfora te hacen sentir como en casa y dominan la técnica de la paella. El silogismo cae por su propio peso: el sintagma que acompaña al nombre está francamente bien elegido.
La paella de L’Àmfora –por lo menos la paella de L’Àmfora que yo he probado (el arroz del senyoret, es decir, con todo pelado)– es uno de los mejores arroces del barrio. Y no sigo elevando y ampliando el coto del barrio porque es sumamente atrevido. Pero ahí va. El punto del grano es el adecuado, el fumet es de una calidad excelsa y la materia prima es otro nivel.
Lo de la materia prima lo digo y lo recalco porque L’Àmfora es también una marisquería. Y, bueno, dada la sencilla preparación que necesita el marisco, es prácticamente imposible engañar a nadie con un producto congelado o de calidad dudosa o en mal estado.
L’Àmfora es un restaurante tradicional. Y eso está bien. Está bien que no haya ampulosidad ni virguerías ni ganas de subirse a un carro que no le hace falta subirse. En Ánfora dominan lo que hacen porque ni se complican ni les hace falta. E, insistimos, está bien. Está bien que haya alternativas de calidad contra la dictadura de la paella multicolor y precocinada que ves a la gente comer en un restaurante de la Rambla y piensas “no, hombre, no, no hagas eso”.