Como aferrado al mantra de que «cualquier tiempo pasado siempre fue mejor», en pie de guerra contra el entorno más inmediato, sin un enemigo concreto, como uno de los últimos reductos de una Barcelona que ya sólo existe en los libros y en las fotografías.
Así es como está resistiendo el mítico Bar Pastís, uno de los locales que han contribuido a hacer de El Raval lo que es. Uno de los bares que han aportado su grano de arena para que las siguientes palabras vayan de la mano en el imaginario colectivo de los barceloneses: Raval y bohemia.
Y esto es así casi desde su fundación, fechada en el 23 de octubre de 1947, cuando Quimet -nacido en Alicante, vivido en Francia, recriado en la Argelia francesa, definido por Josep María Espinás como bebedor y pintor delirante y fallecido a la sazón de cirrosis- abrió el bar.
De estas circunstancias biográficas se puede entender el ADN del local, como si la vida del Pastís y la vida de Quimet (Joaquín Ballesteros fue su nombre real) se pudieran entender teniendo constancia sólo de una de ellas.
De la Argelia francesa y de su vida en Francia, se trajo el ambiente marsellés del local, la banda sonora (la chanson) y el pastís, licor típico marsellés compuesto de aguardiente de anís y regaliz.
De su faceta de artista (de la de pintor, más concretamente) se entiende la decoración del local aún mantenida por el heredero del Pastís. El aura del bar es la purísima constatación de que horror vacui también podría haberse colado en la descripción que Josep María Espinás hizo de Quimet.
Tal es la popularidad del Pastís que ni siquiera decir que el The Guardian lo ha considerado uno de los mejores bares de barrio de Barcelona es el mayor elogio que se le ha hecho.
Y esto es así por la sencilla razón de que el Pastís ha sido frecuentado por artistas de la talla de Picasso, Dalí, Vázquez Montalbán, Aute o Sabina.
Muy probablemente su asistencia estuviera condicionada por los acordes que llenan tan habitualmente y de forma gratuita (a cambio de una consumición, realmente) sus escasos metros cúbicos.
Decíamos que Quimet murió de cirrosis. Su mujer, a la que conoció durante su regencia del local, se hizo cargo del negocio. Cuando ésta se acercó a una edad anciana pensó en deshacerse del negocio. Ahí entró la figura de Ángel de la Villa, propietario del Pastís desde los 80′.
De evitar un cierre que se llevaría parte de la esencia de Barcelona con la mera acción. Es cuestión, entonces, de preservar la identidad de una ciudad que, a menudo, se tambalea ante las embestidas de la turistificación y la especulación inmobiliaria.