Este texto es la primera de una serie de columnas del escritor Carles Armengol realizadas en exclusiva para Barcelona Secreta. El autor le hace una radiografía a su ciudad natal y disecciona todo lo que se cuece en ella desde la barra del bar, con mirada de psicólogo y sin pelos en la lengua.
Últimamente tengo la sensación de que, vaya a donde vaya, siempre estoy frecuentando el mismo bar. Incluso cuando salgo de mi querida Barcelona, cada vez me cuesta más encontrar lugares carismáticos donde tomar un buen café o saciar mis ganas de comer sin que parezca que estoy entrando en una franquicia con buen gusto para la decoración.
A mediados de diciembre fui a Ginebra, la ciudad europea donde sale más caro lidiar con la vida, según datos de la consultora ECA International. Viajé en un avión —que más bien parecía un contenedor de carga con alas y muy contaminante— de una compañía de bajo coste con la intención de pasar un fin de semana alejado de mi mediocre zona de confort.
Vaya a donde vaya, siempre estoy frecuentando el mismo bar. Incluso cuando salgo de mi querida Barcelona.
Fueron cuarenta y ocho horas en las que hubo tiempo para todo. Paseé por un mercado en el que los árboles estaban adornados con lucecitas navideñas, y señoras con melena de oro trenzado y la mirada más pura que la sonrisa de un bebé vendían productos artesanos a precio de huevo de dragón desde sus tenderetes de madera.
Comí fondue en un restaurante que olía como la colchoneta del gimnasio del instituto después de que treinta adolescentes la aplastasen haciendo volteretas e hice check en el restaurante de los Bains des Pâquis, que a pesar de estar en el pódium de “lugares emblemáticos con nombres racistas”, su oferta a precios populares me sorprendió en contraposición a las tiendas lujosas clonadas a las de cualquier centro de ciudad occidental.
Esa cantina es un santuario en el que sus parroquianos oran a la virgen de la honestidad por la belleza de lo imperfecto. Un templo de lo carismático ante la dictadura de la homogeneización.
En uno de esos paseos en los que el cuerpo exigía gasolina antes de que las articulaciones se partieran a causa del frío como bastoncillos salados de sésamo y amapola, mi señora se encargó de buscar un lugar al que ir a reponer fuerzas. Sacó el teléfono de su bolso y, con la seguridad de quien tiene las llaves de una ciudad que no le pertenece, empezó a chequear los puntos rojos que decenas de personas le habían recomendado por Instagram. Cerca teníamos una cafetería. Bien, vayamos, dije.
Al abrir la puerta, los veinte grados centígrados nos abrazaron como sábanas recién salidas de la secadora. El espacio estaba diseñado por alguien que quería que los que entrasen ahí pensaran que se había dedicado poco tiempo a cavilar en la decoración. La sobriedad del estilo escandinavo se reflejaba en un mobiliario sin adornos superfluos. Quizás haya a quien le relaje, pero a mí tanta madera lo que me genera son ganas de prenderle fuego a todo.
Para compensar el exceso de calidez impostada, algunos rincones estaban decorados con elementos industriales poco pulidos y acabados en hierro. Así, como muy salvaje, muy crudo; muy loco. Recuerdo que había un sofá de textura mullida y envolvente; de los que te hacen sentir como en casa, si vivieras con cinco compañeros de piso y un perro. Un pastor alemán descansaba sobre una alfombra que se veía tan colorida como magullada, mientras sus dueños se tomaban un café con leche con doble carga que pidieron bajo el nombre de flat white.
Quizás haya a quien le relaje, pero a mí tanta madera lo que me genera son ganas de prenderle fuego a todo.
La oferta de dulces era una apuesta al caballo ganador: tarta de zanahoria, tarta de queso, banana bread y cookies con pepitas de chocolate. El barista ocultaba su pelo graso debajo de un beanie y mostraba sus antebrazos con un par de tatuajes talegueros realizados por artistas a los que no les tiembla el pulso y usan guantes de color negro.
Su mirada vacía de alegría era como un pozo oscuro al que, tras lanzar una moneda, jamás se escucha el chasquido metálico contra el fondo. Por un momento pensé que el corazón que estaba ilustrando con la crema de la leche (fresca, por supuesto), era un mensaje de socorro. Una llamada de auxilio para que algún desconocido le liberase de la grisura de la indiferencia en un mundo filtrado, sin impurezas. Un mensaje de esperanza con el que agarrarse a mi brazo para partir juntos hacia la jungla de la diversidad, donde la imperfección es una fuente que emana belleza. Pero no. Estaba equivocado. Más allá de los clientes, los únicos elementos del local que transmitían vida eran las plantas colgantes.
Ane y yo nos miramos como si estuviésemos en el rodaje de un remake de Friends a lo siglo XXI. Si la cámara se hubiese alejado del primer plano de las tazas de cerámica japonesa, todo serían cromas, cables, paredes de cartón y risas enlatadas.
¿Por qué si quiero tomarme un café excepcional, de esos que llaman de especialidad porque tiene más de ochenta puntos en una lista de cien, tengo la sensación de que estoy yendo a la misma cafetería? Ya sea en Barcelona, París, Tokio o San Francisco, florecen en cada esquina como las tristes adelfas que decoran las autopistas. Todos estos establecimientos tienen la misma cafetera y los mismos muebles, usan la misma tipografía y los mismos códigos de diseño en su comunicación, y atienden los mismos camareros desprendiendo la misma actitud. Incluso parece que el resto de clientes formen parte de esta encrucijada llamada HOMOGENEIZACIÓN.
Todos estos establecimientos tienen la misma cafetera y los mismos muebles, usan la misma tipografía y los mismos códigos de diseño en su comunicación, y atienden los mismos camareros desprendiendo la misma actitud.
No hay duda de que siempre han existido modas y las empresas se han apresurado para exprimirlas al máximo adaptándolas a su sector y valores de marca. La gran diferencia con lo que estamos viviendo en esta nueva era es que el algoritmo y el universo han decodificado las variables que transmiten aquello que es atractivo y lo han unificado para reproducirlo en masa a ritmo capitalista en todos los ámbitos de nuestra vida. Algo que va más allá de que se lleven los tonos pastel o de que haya vuelto la primera década de los 2000. Los edificios son iguales, las ciudades están dejando de tener identidad propia para clonarse las unas con las otras, los filtros de belleza que usamos para modificar la realidad hacen que todos parezcamos hermanos y las marcas se plagian los logos las unas con las otras.
Entiendo que en épocas de crisis e incertidumbre apocalíptica como la que estamos viviendo en los últimos años, la sociedad tienda hacia posicionamientos conservadores, pero, por favor, tomemos conciencia de que esta homogeneización silenciosa nos está convirtiendo en personas pasivas que no arriesgan, que temen al futuro. Nos atemoriza equivocarnos, ya no elegimos un restaurante al azar. Vamos a donde nos recomiendan, donde sabemos que usan esos códigos establecidos y los colores de sus paredes son ideales para nuestro feed de Insta.
La restauración volverá a ser revolucionaria cuando rompa con estos cánones globalizados y homogéneos. Espero que llegue un día en el que pueda tomarme un café de especialidad en un bar imperfecto, donde no se avergüencen por tener una vajilla sencilla, sin florituras. Incluso con alguna taza picada; y que en su carta tengan bocadillos de bull negre y botifarra d’ou.