
Estuvo vagabundeando durante 16 años por toda la ciudad hasta encontrar su actual casa.
¿Sabéis este movimiento que hacen los gatos que precede al momento de sentarse? Dan vueltas sobre sí mismos, entreclavan las uñas sobre la superficie en cuestión, quizás ronronean un poco y hasta que no se han cerciorado de que ese es el lugar, no se sientan.
En un sentido parecido se puede trazar el símil entre el tiempo que tarda un gato en sentarse y el tiempo que tardó el gato de Botero en encontrar acomodo.
Era 1987 cuando el Ayuntamiento de Barcelona tiró de chequera para comprar la escultura. Pero fue un poco como quien compra un libro sabiendo que tarde o temprano lo va a leer: el propio Ayuntamiento no tenía clara su ubicación.
Primero, lo recordarán pocos de los aquí presentes, la colocaron en el Parque de la Ciutadella: rodeada del resto de animales. Después, coincidiendo con los Juegos Olímpicos del 92, fue trasladada al Estadio Olímpico Lluís Companys. Y más adelante a una plaza detrás de Drassanes: a la plaza de Blanquerna, donde vigilaba la entrada de los jardines del Baluard.
Habían pasado 16 años y el gato de Botero había rotado ya por tres ubicaciones y ninguna se había convertido en su casa permanente. Hasta 2003: el momento en el que fue trasladado a la Rambla del Raval, donde se produjo un match instantáneo entre locales, turistas y el propio barrio como un concepto más abstracto.
Fue trasladado a la Rambla del Raval, decimos, donde cumple tres funciones: la ornamental, la simbólica y la utilitaria (es un punto de encuentro). El gato de Botero, de bronce, 7 metros de largo, 2 de alto y 2 de ancho, no es más de Barcelona porque no puede. Al principio, como algunas de las obras de Gaudí, fue recibido con recelo. Ahora, sin embargo, ya es un símbolo histórico y representativo de un barrio. De una ciudad.