Barcelona, ciudad edificada sobre piedras, sobre cementerios y, como cualquier gran urbe con pasado incierto e incluso legendario, sobre mitos. Ocurre desde su mismo origen, aún confuso y polemizable, hasta cualquier aspecto susceptible de generar debate. Sobre todo en lo que a etimología se refiere.
Sabemos que Poble Sec se llama así (premio) porque es una zona con escasez acuífera: el uso de agua por parte de las fábricas comenzó a dejar los pozos secos. También sabemos que el Raval se llama así fruto de la construcción de las murallas que protegieron la ciudad de la peste y que el nombre proviene del término árabe rabat (suburbios o extramuros).
Otra cosa que conocemos es que El Raval también se conoce como Barrio Chino: tanto es así que si buscar Barrio Chino en Google aparece una ventanita con la ficha de El Raval. Pero no siempre fue así. Y el momento en el que se rebautizó el distrito apenas vivían chinos en él, ¿no sería, un poco, como llamar, qué se yo, «paraíso vegetariano» al McDonald’s?, ¿qué sentido tiene, entonces, llamar al barrio así?
Las teorías abundan, y la que nos interesa traer a colación para este artículo es la siguiente: a algún fulano que se había hecho las américas le recordó la estética del Raval a la de los barrios pobres de Los Ángeles o al mismo Chinatown de San Francisco.
¿Y ya?
No, la clave radicaría sobre el elemento capaz de provocar esa epifanía. Que, según han registrado algunos de los periódicos de la época tanto de un lado del mundo como de éste, serían los fumaderos de opio, auténticos focos de depravación, maleanteo, fornicio y drogadicción.
El opio, huelga decirlo, es una de las sustancias conocidas más adictivas de la Tierra y se extrae de la adormidera. Su consumo se normalizó a finales del siglo XIX y durante buena parte del XX. Tanto es así que entre finales del XIX y principios de siglo XX el opio (y sus derivados) fue la droga más consumida en España. Llegó a Occidente como una sustancia más, cualquiera, inocua e importada desde Asia.
Los primeros fumaderos se establecieron en China, luego en el sudeste asiático y más tarde en los barrios chinos de Norteamérica y Francia. A día de hoy, en Laos aún quedan algunos fumaderos semiclandestinos.
Como de casi cualquier aspecto de esta vida, uno de los pocos registros que nos queda de estos lugares nos los da el arte. Nos lo da Sergio Leone en su maravillosa Érase una vez en América. Nos lo da Baudelaire, frecuente merodeador de fumaderos. Nos lo da Oscar Wilde definiéndolos como lugares tan fascinantes como inhóspitos en los que se podía ver “mugrientos colchones, bocas abiertas, miradas perdidas y ojos vidriosos”.
Y nos lo da, por tomar un ejemplo cercano, Eduardo Mendoza en La ciudad de los prodigios. Mendoza escribe sobre uno supuestamente ubicado en Gràcia: “el ultimo de los que existieron notoriamente en Barcelona, al que acudían caballeros y no pocas damas de la buen sociedad”. Y añade que “Aun no se sabia que el opio y sus derivados producían acostumbramiento; su consumo no estaba ni penado ni mal visto.”
En un breve repaso de la hemeroteca vinculada a los fumaderos de opio en Barcelona, nos hemos encontrado con que en 1926 se cerró el último de la ciudad. Ubicado en la Calle Salmerón (se destaca en este suceso recogido por La Vanguardia), actual Calle Gran de Gràcia, el periodista dice que la policía se encontró con un piso amueblado y decorado al estilo chino.
Es muy plausible, de hecho, pensar que Mendoza se refería a este fumadero.
Lo irónico del asunto es que los dos únicos de los que hemos encontrado referencias (en el caso de que sean diferentes) están en el Barrio de Gràcia y no en el Raval, como nos las podíamos prometer a principios del artículo.
Existe, no obstante, la posibilidad de que existieran en el Barrio Chino, una vez prohibido su uso en España. ¿Cómo? Como todo lo que merece la pena: en régimen de ilegalidad. Regido desde la más estricta clandestinidad. Es muy plausible, entonces, poner en duda la palabra de Mendoza.
O así se sugiere en este fragmento de un artículo de La Vanguardia que data de 1935:
«El barrio chino, tal como se entiende a través de este nombre absurdo, aunque tiene mucho de invención grotesca, ha logrado cierta fama en el extranjero. No sé si ha conseguido ya el honor de figurar en el Baedecker; no me extrañaría que así fuera. Se trata del plato fuerte que Barcelona ofrece, entre otras acciones, al turista noctámbulo. Debe su fortuna a la propaganda que le han hecho, con un desinterés digno de mejor causa, algunos escritore(/s y artistas aficionados a divertirse.
—¿Y hay chinos en ese barrio?— pregunta el recién llegado, pensando ya en los fumaderos de opio y sintiéndose transportado a los paraísos artificiales.»
Así, la historia de los fumaderos de opio en Barcelona quedaría recordada como una visita a uno de ellos. Vaporosa, lisérgica. Pero también como el plato fuerte que se le ofrece al turista noctámbulo. Que se lleva el recuerdo del fumadero.