Lo fácil para una ciudad, diría un barcelonés de pedigrí con el sentimiento chovinista enquistado en el pecho, es tener estatuas de héroes de guerra, de reyes, de generales, de santos. Lo difícil, diría, es tener gatos gigantes, un toro pensador, una jirafa coqueta, elefantes o una gamba gigante.
Prueba de ello es uno de los elementos más fotografiados de todo el paseo marítimo. Hablamos, claro, de la gamba (que se parece más a una cigala o a una langosta que a una gamba) de Paseo Colón.
Su historia, como la de muchas otras cosas de la ciudad (las dos expos y las olimpiadas son tres de las referencias a partir de las cuales se puede constituir un registro monumental de la ciudad), empieza con un gran evento. En este caso, el gran evento fueron las Olimpiadas de 1992.
Los años siempre corren y, en este caso, corría 1989 cuando el Ayuntamiento de Barcelona empezó a llenar el Moll de Fusta de restaurantes. Restaurantes, huelga decirlo, que iban a tener una presencia circunstancial: licencia para estar unos cuantos años y fuera.
El caso es que uno de los restaurantes, el Gambrinus, instaló en sus puertas una gamba gigante. La gamba, como no podía ser de otra forma, la diseñó un artista de apellido Mariscal. Javier Mariscal, toda una institución en el mundo del diseño, quizás notablemente conocido por Cobi hizo el dibujo de la gamba y Manolo Martín, fallero, la construyó. La construyó en tres meses usando porexpan y poliéster ignífugo.
Los años pasaron, la licencia expiró y la gamba quedó. No sin cierta polémica mediante. El Ayuntamiento la compró, la restauró y en 2004 la instaló en el sitio en el que está y que todos hoy conocemos.