Igual que cuando eras pequeño y había un sitio que era casa. De un modo parecido se pueden entender los jardines del Palau Robert: quieres escapar del bullicio y del ruido, buscas algo de sosiego (esto está quedando un poco anuncio de teletienda) y de repente, entre los coches de Diagonal y los coches de Paseo de Gràcia, ahí están. Ahí están los jardines del Palau Robert.
Además de un balón de ecología en plena contaminación sonora, los jardines del Palau Robert actuan también como viaje al pasado. Por ejemplo, si quieres saber como era una casa de la burguesía barcelonesa, de esas que refleja tan bien Eduardo Mendoza en La Ciudad de los Prodigios, basta con darse una vuelta por aquí.
Tan cierta es esta afirmación que no hay más que buscar en el origen del nombre para validarla. Los jardines del Palau Robert pertenecieron a la familia Robert i Surís (aristócratas, financieros, políticos, empresarios). Y aquí quisieron construir un complejo hotelero que ríete tú de Eurovegas. Un hotel, un salón de fiestas, un teatro, un cabaré, un frontón. Nada. Empezó la Guerra Civil y Josep Tarradellas (el del aeropuerto), en un ejercicio a la postre chavista, lo convirtió en el Departamento de Cultura de la Generalitat.
Acabada la Guerra Civil, la casa fue devuelta a la propiedad, se quiso construir el hotel, la iniciativa no prosperó y en 1981, la Generalitat compró todo el edificio y los terrenos. Y a día de hoy es el Centro de Información de Cataluña.
En fin, los jardines del Palau Robert, más que por su historia, se definen por la idea de haber pasado delante de ellos miles de veces sin fijarse en ellos. Como un alivio (en el caso de que fuera necesario) a tanto modernismo. Como un jardín de tres parterres con vegetación abundante y bien distribuida. Como una joya natural y emblemática en pleno Eixample.