Como perder la virginidad o como el recuerdo de la primera impresión que te da una persona (a la postre importante) en una primera toma de contacto, así se puede definir la primera visita a la Apolo. Una experiencia catártica y casi lisérgica que actúa como puerta de abandono de la infancia. Y lo hace mucho más eficazmente que una primera regla, que un primer botellón o que un primer sueldo.
Cruzar el número 113 del Carrer Nou de la Rambla: ese es el Delorean emocional que todo barcelonés ha cogido, sí. Pero no siempre fue así. No fue así cuando Paral·lel no se llamaba Paral·lel y era el Broadway barcelonés. Cuando la prensa internacional la reconocía como la West End condal, el Montmartre barcelonés, la Broadway catalana. Teatros, cabarés, salas de espectáculos y parques de atracciones copaban los cientos de metros de esta calle.
Mucho más que una discoteca
Decíamos que la Apolo no siempre fue una discoteca. Aunque para entender esto, ha de ir por delante de todo que, hasta los 90’, Apolo era un complejo de ocio. Era muchísimo más que una sala de baile o una discoteca.
Es más, Apolo es una discoteca porque es lo que funcionó. Los distintos dueños o directores o responsables del asunto hicieron probatinas para ver si tenían cabida. A saber, aquí hubo un ring de boxeo; aquí hubo salas de recreativos; aquí hubo una pista de hockey sobre patines (Apolo, de hecho, tuvo su propio equipo); aquí hubo un escenario para la celebración de bodas gitanas; aquí hubo un cine, el Cine Ambigú; y aquí hubo un parque de atracciones indoor.
Al hablar indirectamente de Apolo en términos de terreno fecundo para las fantasías infantiles, nos referíamos a esto: a Atracciones Apolo. Una de las anécdotas más potentes que cuenta Eva Espinet en Apolo: 75 años sin parar de bailar (Comanegra, 2018) tiene que ver con esto. La juventud barcelonesa de la posguerra colocaba las chapas de los refrescos en las vías del tranvía, esperaban a que pasara y, dada la deformación que el convoy causaba en las chapas, le daban al tapón una segunda vida monetaria.
Del pasodoble a la electrónica
En 1943 se inauguró el Baile Apolo, una sala de fiestas multidisciplinar y polivalente. En tiempo de censura del ocio, en tiempos en los que eras un vago o un maleante por divertirte, refulgió Apolo. Apolo contribuyó en el rescate de la esencia de Paral·lel y lo hizo con su sala de bailes. Un Lexatin, un Diazepam o, aunque sea, un Valium contra la depresión económica y humana.
A ello contribuyó la Bodega Apolo, un bar extraño que integraba el complejo Apolo “donde nacen algunos artistas y algunos terminan su carrera”. ¿Qué tipo de artistas? Bueno, pues desde Manolo Escobar hasta Pedro Ruiz, pasando por todas las vedettes que cosecharon un mínimo de fama. Aunque tirando de nombres propios es imposible no mencionar las habituales visitas de Gala y de Dalí y la anecdótica visita de Fellini.
Podríamos explayarnos en la presencia de marines estadounidenses durante estos años, en la Apolo como punto de encuentro entre jóvenes barcelonesas y estos raros visitantes. También podríamos explayarnos en los códigos de baile que no estaban escritos pero que todos respetaban. Pero no lo vamos a hacer. Y vamos a avanzar directamente al cambio radical que la Apolo vivió en los 80’.
Cuando los finales son acusados, la decadencia es alargada. Y no hay nada más poético que la decadencia vista con el velo del paso del tiempo.
La Orquesta Apolo, los encargados de animar -dos sesiones mediante y prácticamente a diario- a los asistentes de la sala, tocó hasta el final. El símil con el Titanic se escribe solo. Aunque su final fue natural. Los músicos se iban retirando.
El camino, mientras tanto, ya estaba siendo definido: los dueños hicieron una liana. Por la tarde tocaba la Orquesta Apolo y por la noche, los primeros DJ’s. Hijos y madres cruzándose en la entrada. Cuenta alguien en el libro de Espinet: “Cuando vi aquella sala por primera vez, me quedé traspuesto, flipando. Esa misma noche empecé a pinchar con gente que venía de fuera, fue una auténtica locura. Mezclar en un sitio decadente con una orquesta tocando era del todo surrealista”.
Algo que me fascina de los primeros tiempos de Apolo entendida como club es la irreproducibilidad del momento. La gente de la época no tenía Shazam ni Spotify. Sólo oídos y un prescriptor musical en una cabina. Si escuchabas una canción que te gustase, sólo te quedaba prestar mucha atención para memorizarla muy fuerte. Los DJ’s iban a las tiendas de discos y si tal vinilo les gustaba, le preguntaban al disquero: cuántos vinilos tienes, dos -podía responder el disquero-, pues me llevo los dos.
Desde aquí en adelante -y con muchísimos problemas, anécdotas, conciertos e intrahistorias de por medio. Quien quiera conocer todas que acuda al libro de Espinet, que buen trabajo ha hecho- el camino fue el natural. El que nos ha llevado hasta donde estamos ahora. Hasta la Apolo que conocemos. La Apolo que puedes ver sin colas y un 10% más barata en este link.
Apolo y la ciudad
Si -Dios no lo quiera- alguno de los responsables de esto o algún familiar o alguien implicado en el desarrollo de la Apolo lee esto y no ve su nombre, espero que lo entienda. Creo que es lógico que el único nombre propio al que se aluda se el de Eva Espinet -autora y encargada de aunar en un solo lugar tantísima información-. En parte y aunque suene un poco cándido y peregrino, si lo he hecho así, ha sido porque, uno, el artículo se hubiera convertido en una lista interminable de nombres y, dos, porque creo que la Sala Apolo está por encima de los personalismos. Que de pertenecerle a alguien (beneficios y perjuicios fiscales y de cualquier tipo aparte), es a los barceloneses.
Apolo fue, es y será catalizador de todos los movimientos musicales que hay, hubo y habrá en la ciudad: vendrá un estilo musical desconocido y será en Apolo donde tenga cabida, como siempre ha sido y como siempre será. Porque si en fútbol Barcelona tiene al Barça y al Camp Nou y en materia eclesiástica Barcelona tiene a la Sagrada Familia, musicalmente Barcelona tiene un templo definido. Y ese templo es la Apolo.