Reseñamos La noche fenomenal (Anagrama, 2019), el último libro de Javier Pérez Andújar.
En Barcelona están pasando cosas muy raras, rarísimas. Se han abierto portales espacio temporales que te llevan a otros universos. La gente se transforma en Walt Disney, en Santiago Carrillo, en Starsky, en Hutch. Una anciana casi viuda convive con un canguro en un piso de la zona alta de Barcelona. Y las únicas personas que pueden solucionar este desaguisado son un grupo versado en las pseudociencias que lleva un programa tipo Cuarto Milenio y que se emite a nivel local. Ese es, grosso modo, el panorama que ha dibujado Javier Pérez Andújar en su última novela: La noche fenomenal (Anagrama, 2019).
¿Cabe alguna posibilidad de retratar o explicar Barcelona en 2019 pasando por encima de la turistificación, del procés, de las VTC y de los movimientos urbanos de rara casuística y composición como el trap? Cabe, cabe. Y no es necesario el triple tirabuzón ni la falsa equidistancia. Javier Pérez Andújar lo ha conseguido.
Lo ha conseguido sin tirabuzones, digo, pero leyendo La noche fenomenal a uno le persigue la extraña sensación de que ha sido una novela escrita desde el compadreo y dedicada y dirigida a sus amigos. A los muertos y a los vivos. Y no hay nada malo en ello, eh. De hecho, creo que Pérez Andújar me cae mejor por hacer algo así porque me recuerda a cuando mi amigo Jorge me retaba a incluir en mis artículos expresiones como “No se puede tener la bota llena y la suegra borracha”.
Aún gustándome como digo que me gusta, creo que hay momentos de humor que no funcionan. El humor, parafraseo mal a Antonio Orejudo, es más difícil de tratar que el drama: a todos nos entristecen las mismas cosas y no a todo el mundo nos hacen gracia las mismas. Y el sentido del humor de Pérez Andújar no siempre me hace gracia, entre otras cosas, porque se le ve pronto el andamiaje: es un humor de corta distancia: se mueve en la paradoja más básica. Sus peores chistes son piedrahitianos y la narración funcionaría mejor si fueran extirpados: “Socorro siempre decía que no es lo mismo un psicólogo en paro que un parapsicologo” o “Fui al lavabo, un sitio muy moderno para hacer una de las cosas más viejas del mundo”.
Digo que no siempre me hace gracia porque a veces, cuando el humor acompaña a la narración, los chistes son un recurso inteligente que se deslizan como agua en espalda de pato: “El profesor Osías, la persona con las ojeras más profundas del universo, con los ojos sobre acantilados” o “Fíjate, ¿qué dijo Tejero cuando asaltó el Congreso? Dijo: “¡Todo el mundo quieto!¡Quiero todo el mundo!”. Y encima lo dijo alternando la palabra en la frase como en las rumbas”.
Pérez Andújar usa al personaje más memorable y adorable de la novela –el señor Comajuán– para dotar a las palabras de una nueva categoría semántica. Palabras según su utilidad. Dice una palabra, le acopla un adjetivo y explica el porqué del adjetivo. Bajo ese supuesto, Pérez Andújar introduce reflexiones bisagra. O aforismos que son aldabonazos a una reflexión posterior. Aforismos como “La epopeya del pobre es la del viaje de ida a ninguna parte” o “Los refranes son los fósiles de los conocimientos desaparecidos”. Honestamente, son frases que me pondría en la descripción de mi Messenger si lo siguiera usando.
Como señala Nadal Suau en su reseña en El Cultural: “Trapologia (de Max Besora y Borja Bagunyà) es otro libro loco de dos autores cerca de los 40 que miran su ciudad, no entienden nada, y se dejan apropiar por la ficción y por el estupor”. Pérez Andújar tampoco entiende la ciudad, por eso solo la puede mirar desde la literatura fantástica –el adjetivo fantástica es prescindible. Y Vila Matas, en su último libro, Esa bruma insensata también hace gala de esa imposibilidad de comprensión. Y si ninguno de ellos puede entender Barcelona, eso significa que nadie la puede entender.