En los años 70, el Ayuntamiento tuvo una idea brillante: romper con La Rambla como la conocemos.
La historia parece una fábula cualquiera; una película mala de animación que llega a los cines este verano; un cuento taoísta. Pero no es ninguna de las tres cosas: es una anécdota real.
Corrían (o andaban, o deambulaban, o se arrastraban) los años 70, cuando el Ayuntamiento tuvo una idea brillante: romper con La Rambla como la conocemos. Quitar la calzada central y las hileras de árboles y transformarla en un bulevar. ¿Con qué fin? El de agilizar el tráfico y unir Gran Vía con diagonal. También con el de poner un párking subterráneo. Es decir, convertir Barcelona en otra ciudad.
El futuro de La Rambla estaba en el aire, cuando apareció casi de forma mesiánica la Asociación de Amics de La Rambla. Esta asociación tenía una propuesta para acabar con este despropósito: convertir ese 1,1km de calle en un paseo de 10 estatuas.
Las estatuas iban a estar basadas en obras de Josep Granyer. Granyer, escultor y grabador barcelonés, hizo después de la Guerra Civil estas esculturas en bronce y a tamaño reducido. La idea era replicar las estatuas en gran tamaño.
Y la propuesta vecinal –a la luz de los hechos– convenció más que la propuesta municipal. Y prosperó en un 20%. Solo se pusieron dos estatuas y no diez. No hizo falta colocar las ocho restantes. Esas ocho, por cierto, iban a ser también animales en actitudes humanas bajo una perspectiva satírica. Nos perdimos un hipopótamo violinista y un cerdo tímido. Pero ganamos el toro pensante, la jirafa coqueta y, por supuesto, La Rambla tal y como la conocemos.