Reseñamos No cerramos en agosto de Eduard Palomares (Libros del Asteroide, 2019)
Jordi Viassolo, detective milenial, inseguro y recién graduado, empieza a trabajar como becario mal pagado –si es que no es un pleonasmo– en Private Eye, una agencia de detectives de Barcelona. La agencia, que recuerda sospechosamente a la redacción de un periódico, se vacía en verano y a Viassolo le encaloman el trabajo que nadie quiere hacer. Sus días son cualquier cosa menos divertidos, hasta que aparece un hombre que quiere contratar los servicios de Private Eye porque su mujer ha desaparecido.
Ese es, grosso modo, el escenario que ha dibujado Eduard Palomares en No cerramos en agosto (Libros del Asteroide, 2019). Y yo creo que lo mejor que se puede decir de esta novela es que es entretenida. Y, ojo, no es nada malo. Primero, porque es mucho mejor que lo que se puede decir de otros tantos libros. Segundo, porque ya dijo Michi Panero que en “esta vida se puede ser todo menos un coñazo”.
La novela, digo, es fresquísima: se lee como se bebe un vaso de horchata en agosto. Del tirón. No estoy siendo hiperbólico –aunque peco de hacer uso parcial de una falacia afectiva– cuando digo que la he leído mientras meaba, mientras me lavaba los dientes y, por supuesto, mientras caminaba. Como diría un mal crítico: la trama te coge y no te suelta hasta que acabas el libro.
Ahora bien, Eduard Palomares vive en el cliché más absoluto. El estilo del autor rara vez se desmarca del lugar común, rara vez ofrece muestras de creatividad y alternativas a las frases hechas. Y cuando las ofrece, dejan mucho que desear (“mis esperanzas se derriten como un cucurucho de helado a pleno sol”). Cuando Palomares se aleja de la creatividad, cae inmisericordemente en el lugar común y sus personajes se “asan como pollos” o “cambian el chip” o “se salen con la suya” o “se mueren de ganas”.
No es un cliché léxico, pero sí literario (y social y periodístico y de barra de bar) hablar de Barcelona en 2019 en términos tan manidos como el empleo basura, la turistificación o el precio de los alquileres –no sé, por cierto, si son tres temas distintos o uno solo–. Es un cliché, digo, porque la base de la trama es todo-lo-malo-de-Barcelona y en este caso se habla del tema sin aportar nada nuevo ni en materia de pensamiento ni de enfoque.
El otro día, tuiteaba Gonzalo Torné sobre los tropos de prestigio en según qué literaturas. En el caso de la catalana, Torné decía que “un señor te cuenta las entretelas secretas (aunque las sabe todo el mundo) de la sociedad, del dinero, de la política”. Y es exactamente de lo que peca No cerramos en agosto: el agua moja, las vacas dan leche y el precio de los alquileres ha subido en Barcelona.
Y ese elemento es, al mismo tiempo, la clave de libro y su diferencia con respecto a la novela negra canónica. Lo dice el protagonista: “Yo estoy a punto de comentarle que las novelas de Agatha Christie no están mal, aunque nunca ponían en duda el statu quo de la época, sino que reforzaban el sistema social y bla, bla, bla…”.