Y es sólo una pequeña muestra de la exitosa carrera de la artista barcelonesa más internacional.
La anécdota es parecida a lo que ocurre cuando el delantero titular se lesiona, tiene que jugar el suplente, hace un magnífico partido y el ojeador le echa el ojo. El ejemplo, claro, es mucho más intrascendente, superfluo, vano y prosaico que el referido en el titular. Pero es algo parecido a lo que pasó.
Montserrat Caballé había encandilado al público operístico en España -debutó en 1955- y le había llegado el momento de proyectar su voz al resto del mundo. Corría 1965, Caballé integraba la Ópera de Bremen y su papel era el de sustituta de Marilyn Horne en Lucrezia Borgia.
Cuando la obra llegó al Carnegie Hall de Nueva York, Horne enfermó o se sintió indispuesta o pasó algo que hizo que Caballé (“Only Caballé”, diría Maria Callas cuando le preguntaran por posibles sustitutas) hiciera de Lucrezia Borgia.
El mejor resumen de la actuación es el del titular: 20 minutos (¡20 minutos!) de ovación cerrada e ininterrumpida al entonces nuevo -y quizás único- talento del belcanto.
Valga esta anécdota para condensar a la inabarcable Montserrat Caballé, tristemente fallecida el sábado a los 85 años en su Barcelona natal.
Valga también como referencia o excusa para recordar que la mejor herramienta de medición de un músico no es el estudio. Qué va. A un músico se le mide por lo que fueron o son capaces de hacer como centro de atención de miles de personas. Y, en eso, Caballé fue inconmensurable.
La actuación en el Carnegie Hall fue la verdadera primera presencia internacional. A partir de ahí fue como el líquido de una jarra que se vuelca sobre un vaso. Desbordante, imparable. Caballé se paseó con naturalidad por los grandes escenarios de las grandes ciudades del gran mundo. Caballé conoció al dedillo los camerinos de la Opera de París y de la Scala de Milan y de la Royal Opera House.
Si admitimos que la compañía -las compañías- es un criterio de medición correcto y fiable, el resultado será el mismo: Caballé se pasó el juego. Actuó con Luciano Pavarotti en la Opera de San Francisco en 1977, cantó con Frank Sinatra, Freddie Mercury se empeñó en compartir escenario con ella en el 87.
Su último concierto fue en el Liceu, su -valga el cliché- segunda casa en Barcelona. O, como ella se refirió a él después de que fuera incendiado por enésima vez, “su talismán”.
Heroína folclórica, musa de la ópera y bandera musical de Barcelona y de España. Ojalá que se recuerde así a Montserrat Caballé. Ojalá que se conmemore y que se sepa que veinte minutos de aplauso en un auditorio neoyorkino fueron sólo el principio.
Ojalá que se recuerde, que se conmemore y que se sepa que una de las sopranos más universales del siglo XX nació, creció y quiso a Barcelona. Ese querer, solo faltaba, fue recíproco. Qué duda cabe.