Como el monolito de 2001, como tirar una piedra a un lago y que concéntricamente se vayan ampliando los círculos que forma sobre el agua, como un elemento a partir del cual se desarrolla todo. Bueno, sin el «como», porque realmente fue eso: un elemento a partir del cual se desarrolló y creció todo. Como (ahora sí) Rómulo y Remo para Roma.
Esa es la importancia, tanto simbólica como real, de la piedra fundacional del que ahora se conoce como el barrio de Gràcia, que en otro tiempo fue villa. Piedra que venida a ser llamada fundacional y aspirante a ser bautizada como primigenia, reposa sobre una peana de ladrillo en la Iglesia de Nuestra Señora de Gracia y San José. En ella está grabada esta fecha: 1658.
La historia es esta. Resulta que unos años antes, en 1626, se erigió un convento, el convento de Santa Maria de Gràcia y más tarde, de forma paralela o complementaria, una iglesia. Sí, la arriba mencionada, aquella en la que aún hoy reposa la famosa piedra y cuya construcción, que comenzó en 1658, se prolongó hasta 1687. La piedra que data de 1658, conmemoraría la construcción de la iglesia y es el único elemento que quedo de ella.
El convento, por otro lado, se derrumbó en 1890, donde luego apareció la Plaza dels Josepets que, tras fusionarse con la Plaza de la Cruz en 1960, dió lugar a la Plaza de Lesseps.
Por su parte, y antes de convertirse en parroquia en 1868, la iglesia fue clave para la creación y crecimiento de una villa, el motivo por el que Gràcia hoy es lo que es. De ahí el sentido que pueda tener venerar a una piedra. El sentido de la añoranza, del apego a un objeto que nos agarra a algún lugar en el pasado. Una piedra: la primera que dio lugar a la Gràcia que hoy conocemos.