
Las cotorras argentinas suponen un verdadero problema para la vegetación y agricultura de la zona.
Hagamos un poco de ficción: igual que ver un aguacate o una onza de chocolate en un plato, en Sevilla, a las 14:00, un 4 de agosto de 1463. Así se hubieran sentido algunos sevillanos (quienes sintieran cierta inclinación ornitológica, supongo) tras ver a una de las cotorras que pueblan el espacio aéreo de la actual Barcelona.
A lo que vamos es a que el contexto temporal lo es todo: los tres elementos mencionados eran exclusivos de América antes de que llegara Colón.
Y a lo que vamos es que, en cualquiera de los tres casos, todos los elementos se han popularizado hasta el punto de suponer un problema. El aguacate, por haber una demanda muy superior a su oferta. El chocolate, por existir la posibilidad de desaparecer en el largo plazo. Y las cotorras, lo que nos interesa, por ser una especie súper agresiva con su entorno.
Las cotorras argentinas, así se llaman, se han colado en parques, jardines y bosques de Barcelona. Pero su puerta de entrada fue bastante más pequeña. Fueron los hogares. Su desembarco (o, mejor, su aterrizaje) en España estuvo condicionado por su bajo precio y tuvo lugar a mediados de los setenta. A diferencia de los loros, la cotorra argentina es barata. Ahora bien, además de barata es arista y potencialmente agresiva.
Otra faceta que caracteriza a la cotorra es su tendencia a la fuga. Y a ella (más como consecuencia que como característica) se le suma que afectan a la fauna autóctona. También originan daños en la vegetación y en la agricultura: arrasan con tomateras y traen de cabeza a los dueños de los cultivos del Delta del Llobregat.
Su presencia es visualmente llamativa; su gorjeo, desagradable. Y eso es algo que sabemos bien los barceloneses. Quizás acostumbrados a ellas y contemplándolas ya como especies autóctonas (sobre todo los más jóvenes). El caso es que Barcelona es, de toda España, el lugar en el que mejor acomodo han encontrado: de 20 mil ejemplares que había en 2017, un 30% están en nuestra ciudad.
La anécdota asciende a la dimensión de problema: las autoridades advierten de que si no se hace nada se puede doblar su población. ¿Qué hacer? La solución la tienen clara: limitar la población (toma eufemismo) con armas de fuego. Vamos, que es peor el remedio que la enfermedad. En Zaragoza, por ejemplo, se “pasaron” de 1.700 a 8 ejemplares.
Otra solución contemplada es la de la castración química. El problema que presenta esta alternativa es que se corre el riesgo de que sean otras especies las que se comen las semillas químicamente manipuladas.
El caso es que, sea como sea, estamos ante un problema que exige una solución.