Si tenemos en cuenta que son 109 los kilómetros que separan Rupit y Pruït de Barcelona, la ecuación -en términos literarios o ficticios, claro- es la siguiente: cada kilómetro recorrido equivale a diez años.
Y esto es así porque a Rupit i Pruït no se va en un Opel Corsa o en un Renault Megane. O sea, sí, se va en cualquiera de esos coches, pero lo cierto es que conforme enfilas la C-17 o la C-25, tu coche se convierte automáticamente en el Delorean.
Ir a Rupit i Pruït es ir a la Edad Media.
Estirando el chicle de la ficción, de Regreso al Futuro, masticado en el último párrafo, también se podría decir que el pueblo podría haber servido de inspiración para la ambientación de un capítulo de (Des)encanto, la última serie de Matt Groening.
El pueblo -que antes de 1977 (fecha en la que Rupit y Pruït se unieron) eran los pueblos- está escondido entre ríos y rocas de montaña. Tanto es así que no falta quien dice que lo mejor de venir aquí no es el pueblo en sí, sino que lo mejor son las excursiones: las rutas para senderistas.
El contraste, quien ha ido lo sabe, con la ciudad es brutal: calles y fachadas empedradas. Cuando uno está en Rupit i Pruït tiene la sensación de que las palabras yeso, pladur o ladrillo ni siquiera han sido escuchadas por los autóctonos del lugar.
Esa circunstancia, amén de construcciones como la iglesia de San Juan de Fábregas, su castillo o su espectacular puente colgante, bien le vale la figuración obligatoria en cualquiera de las guías o artículos de mejores-pueblos-medievales-de-España.
A tu llegada, por cierto, y valga la obviedad, olvídate de usar el coche. Muchos de sus caminos son sólo aptos para el trayecto a pie, dado que además de empedradas, una de las características de sus calles es que son escalonadas.
El caso es que, a modo de cierre del artículo, aquí va una confesión: Rupit y Pruït es una de nuestras debilidades. Ya hemos hablado varias veces de estos dos pequeños pueblecillos que convergen en un solo municipio.