Como si de una atracción turística de corte grandilocuente se tratara, el Fulk Al Salamah está atracado en nuestra ciudad.
El yate más grande del mundo está pasando por las revisiones pertinentes en el puerto de nuestra ciudad. Y se trata de un barco privado que mide 164 metros de largo. Traducido a una medida universal barcelonesa (por lo tanto, local) y puesto en vertical, diríamos que es como cinco veces la Casa Batlló o, si se quiere, ocho metros más pequeño que la Sagrada Familia.
El barco pesa 22 toneladas y el misterio que lo envuelve no es nada desdeñable: nadie sabe lo que hay dentro. Se supone que habitaciones y salas, pero lo cierto es que salvo un par de fotos del auditorio y de la sala de exposiciones, no se ha filtrado ninguna foto del interior del barco.
No sorprende menos su austeridad en cuanto a zonas exteriores. Las cosas del palacio no sólo van despacio, sino que también ocurren dentro, y la única parte exterior visible es el helipuerto. No hay piscinas, no hay jacuzzis, no hay campos de tenis.
El barco pertenece (cosa que seguro que, con buen tino, se ha preguntado el lector de estas líneas) a la flota real del sultanato de Omán, país de poco más de 4 millones de habitantes. El sultán de Omán, por cierto, es el monarca absoluto de su país. Y también hace las veces de primer ministro.
Su yate cumple hoy un mes en Barcelona y los encargados de cuidarlo son los astilleros del MB92, el cuerpo barcelonés especializado en la reparación y mantenimiento de los mayores barcos de recreo del mundo. Y este lo es.
Aunque, bien pensado, la línea entre yate grande y crucero pequeño es finísima. Tan fina como la del pony gigante y el caballo pequeño. ¿Qué diferencia hay o en qué momento deja de ser una cosa para ser otra?