
Bar Sanz (Carrer General Álvarez de Castro, 5) es la resistencia en una ciudad que busca rentabilizar cada esquina, donde el capricho temporal de unos cuantos parasita el día a día del resto. Pocos locales como este aguantan el envite de los zumos ecológicos y la comida en bol. Los que lo hacen lo consiguen por la vía de la parodia de sí mismos: ofreciendo al turista lo que el turista espera encontrar. A veces la autorrepresentación resulta tan histriónica que ni por esas.
En este contexto, Bar Sanz es una salvedad excepcional. No se trata de mistificar al bar de toda la vida por lo que el bar es, sino por lo que su supervivencia representa: un modelo alternativo, una pelea contra la voluntad de hacer de Barcelona una réplica de cualquier otro sitio; también la pervivencia de una oferta para una demanda que existe pero que el mercado niega porque ni es cool, ni su forma vale más que su fondo.
Su clientela son la gente del barrio, los trabajadores que paran allí a comer un bocadillo por entre tres y cuatro euros. Su barra de metal y sus taburetes son parte de una postal cada vez más insólita. También tienen menú del día y un perro enorme que cada tarde espera a su dueño en la puerta.
Las virtudes de este local son sus precios y el valor de lo cotidiano. También la nostalgia de volver a donde siempre, aunque hayas nacido lejos. Pero siendo honestos, uno no puede alimentarse eternamente de bocadillos de panceta, chistorra, salchichas o hamburguesa. También hay que darle un poquito más a la lechuga.