¿Puede haber arte en la muerte? La respuesta es evidente: sí rotundo. Si cambiamos el orden de los sustantivos, habría alguna duda. Pero tal y como está planteada la pregunta, no la hay. Y no la hay porque en la tradicción artística no hay nada más común que la muerte. No hay otra cosa que no sea la muerte. Solo existe la muerte.
La muerte, que tan bien se entiende con la literatura, con el cine, con la pintura, con la música, también se imbrica a las mil maravillas con la arquitectura. Se imbrican, decimos, y alcanzan el colmo de la unión en un lugar concretísimo: el cementerio. No en vano, el necroturismo –¿y qué forma de turismo no?– está de moda. Una buena prueba de ello en Barcelona es El beso de la muerte. Y también el cementerio de Igualada.
El cementerio de Igualada, construido en casi 10 años y acabado en 1994, es una de las necrópolis más modernas de toda España. En este cementerio todo tiene sentido. Sentido útil y sentido metafórico. Si hay varios aspectos inconclusos es por una razón concreta: la finitud y las cosas que se quedan por hacer definen la vida. Toda muerte corta algo, ninguna muerte llega en buen momento.
El camposanto es obra de Carmen Pinós y Enric Miralles. Enric Miralles, un poco al estilo del fulano que plantó un nogal y con él hizo su propio ataúd, está enterrado en el cementerio que él mismo pergeñó. Pero ese es otro tema.
No es un tema distinto la intención con la que está creado el cementerio. Los autores, que fueron premiados con el premio FAD de Arquitectura, quisieron crear un espacio para la reflexión que amalgamase pasado, presente y futuro. Y lo hicieron, además, teniendo en cuenta todos los aspectos: teniendo en cuenta a quienes llegan para quedarse y a quienes lo visitan. También tuvieron en cuenta el terreno sobre el que está construido el lugar: parece que el cementerio se incrusta en la montaña.