Los medios se llevan las manos a la cabeza: el 37,5 por ciento de los españoles nunca ha visitado el museo más importante del país, se lamentan. Hablan del Museo del Prado, pero me vale igual el MACBA, el Museo Picasso o el mismísimo Museo del Chocolate.
La intelectualidad que fomenta la cultura, la misma que dice qué es cultura, sigue atufando a piso cerrado sin ventilar, y para muestra, un titular. Porque que los museos se llenen siempre es (supongo) motivo de celebración. O al menos quiero pensar que lo es. ¿Pero debe serlo para todo el mundo? ¿Qué pasaría si los museos tuvieran que contener a gente nerviosa queriendo entrar en tromba a sus galerías como un centro comercial durante el Black Friday? ¿Seríamos entonces mejores, sin guerras, sin hambre, sin concertinas y sin debates en el programa de Ana Rosa?
Está por ver.
Apenas el 10 por ciento de los españoles leen cómics. Menos de una de cada diez personas a tu alrededor conocerán a Joe Sacco o a Naoki Urasawa, y nadie se tira de los pelos.
Lo que hoy es alta cultura, cultura obligatoria, fue en su día cultura pop de andar por casa. El mismo Velázquez que retrataba las caras pálidas de Palacio podría haber acabado hoy como fotógrafo del Hola! para sacarse unas perras, inmortalizando a la flor y nata del siglo XXI.
Las novelas que se leían como simple pasatiempo empezaron a tomarse en serio, a hablarse de ellas con rictus de catedrático, cuando la radio hizo aparición y democratizó el acceso a la ficción, de igual manera que el cine empezó a relucir como séptimo arte cuando de la morralla audiovisual podía hacerse cargo ese invento llamado televisión.
A través de uno de los personajes de su novela Los cinco y yo, el escritor Antonio Orejudo cuenta que, siendo un niño, su madre, cada sábado, hacía de comer filetes de hígado de cordero para él y sus hermanos. Mientras los niños encontraban aquella costumbre un suplicio repugnante, su madre la entendía doblemente positiva: por un lado, el valor nutritivo del plato en sí mismo; por otro, su carácter penitente y, en consecuencia, redentor.
El escritor se servía de la anécdota para criticar esta visión ladrillo de la cultura: que la cultura, para ser tal cosa, no puede entretener demasiado. Que, como decía Hernán Casciari, “no debe haber país que no críe un puñado de estúpidos que sospecha que la calidad de una película es directamente proporcional a la dificultad de pronunciar correctamente el apellido del director”.
¿Debería entonces obligarse como se obliga moralmente a niños y mayores a disfrutar del Museo del Prado? ¿Qué es lo que hace a estos cuadros tan ineludibles: su fecha de nacimiento o la prescripción de unos pocos? ¿Qué pasa si deambular por los pasillos del Prado no me genera más que ganas de bostezar?
Por lo visto, está mal. Debería sentirme mal.