El artista callejero es, por definición, el que toma la calle y la hace suya para hacerla de todos. Instala allí su obra y la regala a la ciudad. Subvierte los cánones clásicos del arte: ese arte de museo, de enciclopedia, de académicos. El arte callejero plantea, entiendo, dinamitar todo este engorro de señores con chaquetas de pana y coderas que explican qué es arte y qué no.
Al arte que se hace en las calles se le pone el apelativo condescendiente de callejero para devaluarlo y atarlo en corto, para subrayar que siempre habrá una alta y una baja cultura. O lo que es lo mismo: la cultura y sus sucedáneos; los cultos y el resto.
Contra esto, el arte callejero es arma de doble filo, guerra de guerrilla, cambio visible. Un arte que se puede tocar, del que no nos separa ningún cordón rojo de terciopelo. Un arte que también es nuestro y no solo de las instituciones. Pero sobre todo, el arte callejero es un nuevo moderador del discurso y viene a invertirlo. Un arte que plantea lo que hay que cambiar desde donde hay que cambiarlo.
Hace unos días, en uno de los huecos que dejaron en las aceras los últimos disturbios de la Plaza de Urquinaona, apareció un mosaico del francés Ememem. Y digo el francés donde podría decir el artista francés porque el uso de la palabra arte o artista me da alergia, máxime cuando es uno mismo el que se la arroga, como acostumbra a hacer consigo mismo C. Tangana. Lo peor del arte son sus academias. Por eso diré que este señor, Ememem, que se dedica a sanar con mosaicos las grietas de las calles, hace algo que unos llamarán arte y otros apropiación cultural indebida de los baches de todos.
El arte, lo que sea que arte signifique, no es cambio en sí mismo, sino una herramienta más bien. Un aviso, un recordatorio. Como los Guilty Remnant (Remanente Culpable), la secta de la serie The Leftovers, que fumaban frente a las casas de las víctimas para evitar que olvidasen su tragedia. Porque el arte tiene algo de secta y algo de remedio.
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