Las Olimpiadas de Barcelona 92 pusieron Barcelona en órbita ante el resto del mundo. El turismo se disparó y el urbanismo empezó a pensar Barcelona como una ciudad de tránsito, una ciudad confeccionada como producto para ser vendida al turismo exterior. Y en esas andábamos hasta que la pandemia se llevó por delante a la gallina de los huevos de oro.
En el 2020, a falta de concretar algunas cifras, Barcelona fue visitada por menos de 2 millones de viajeros, más de la mitad de ellos durante los meses de enero y febrero, antes de que los países empezaran a poner en marcha restricciones. Así, Barcelona, que hasta hace un año era referente del turismo a nivel internacional, ha experimentado una caída del sector cuyas cifras se equiparan con las de hace tres décadas.
Estos datos se reflejan en las calles de la ciudad con locales cerrados a cal y canto, cifras de paro en aumento y beneficios en caída libre. El pasado mes de noviembre, por ejemplo, las plazas de hospedaje de la ciudad solo se ocuparan en un 10 por ciento del total, y las perspectivas de mejora a medio plazo son dudosas.
La burbuja del turismo en Barcelona estaba por estallar, pero no ha sido hasta la llegada del coronavirus. Lo que antes era un incordio para vecinos, un motor de gentrificación, es hoy con este giro de timón radical una desgracia que afecta a un amplio espectro de los residentes.
A falta de turistas extranjeros, Barcelona se conforma con los pocos españoles que desean o puede visitarla. El pasado mes de noviembre los turistas españoles, un total de 35.000 visitantes, supusieron el 68 por ciento del total de visitas. Las nacionalidades con más visitantes fueron la francesa, la italiana y la británica con 3.635, 1.625 y 1230 visitantes respectivamente.