La maldición del Liceu podría erizar el vello de un imberbe, hacer castañear los dientes de un desdentado y hasta provocar -perdón- disentería en una persona con estreñimiento.
Lo diremos claramente y sin tapujos: la maldición que pesa sobre el Liceu acojona.
El Gran Teatro del Liceo de Barcelona, espacio que da nombre a una parada de Metro, de público frecuentemente elitista y caracterizado por el rojo y el dorado, tiene una historia que se remonta a 1662. Cuando, en el actual 51-59 de La Rambla, se levantó el convento de los trinitarios descalzos.
Iremos rápido y diremos que tuvo una historia apacible (o al menos no hay nada destacado en los textos que hemos consultado) hasta principios del Siglo XIX. Fue ahí cuando llegaron las tropas napoleónicas a Barcelona, en el primer decenio de 1800. Y readaptando la utilidad del espacio e incurriendo en el primer sacrilegio aquí sucedido, el ejército francés usó el convento como almacén.
Luego el centro fue usado para fines políticos hasta que finalmente volvió a manos de los trinitarios.
Entonces, como parte de un episodio más del agitado Siglo XIX barcelonés, en 1835 estalló la primera bullanga (revueltas de carácter liberal acaecidas en la ciudad condal) barcelonesa y una de las víctimas fue el convento. Se quemó. No, no es cierto: fue quemado.
Así, a modo de respuesta y por lo feo que queda dejar un boquete de semejantes dimensiones en pleno centro de Barcelona, se levantó un nuevo espacio: lo que aspiraba a ser un pequeño teatro en el que celebrar conciertos, bailes, funciones dramáticas. Un teatro de 600 localidades. Un teatro que le plantó cara al principal proscenio barcelonés: el Teatro de la Santa Cruz. Tanto es así, y perdón por el off topic, que se estableció una dicotomía entre los defensores de un teatro y los valedores del otro: Cruzados y Liceístas.
Retomando el tema de la maldición: la leyenda (que siempre es imprecisa, caprichosa, bipolar, mentirosa y narradora) dice que, en 1861, en plena celebración carnavalesca, los asistentes a la fiesta, enarbolados, hicieron apología del “en carnaval todo se vale”. En algún momento, alguien, quizás envalentonado por el anonimato que proporcionaban las máscaras; alguien, tal vez recordando lo que pasó en 1835; alguien, tal vez no necesariamente de carne y hueso, prendió fuego al teatro.
Y para abajo otra vez. O para arriba. Para donde quiera que vayan humo y escombros.
Cuenta la leyenda -otra vez con su condición de narradora poco fiable- que alguien encontró entre los escombros un papelito (¿o era una pintada?) con el siguiente mensaje: “soy un búho y voy a solas, si lo volvéis a levantar, lo volveré a quemar”.
El supuesto mensaje se desoyó y se volvió a levantar. No sin que una circunstancia meteorológica engrose la leyenda: cuando se estaba levantando cayó una tromba de agua que inundó la rambla e impidió que, durante unos días, continuara el trabajo.
En cualquier caso, casi como respuesta al libertinaje relativo a los asistentes al primer Liceu, se levantó un Liceu clasista donde la burguesía barcelonesa emergente tendría su centro de reunión más preciado. No magia, no fiestas. Sólo operas.
Tal era la vinculación del teatro a las clases adineradas barcelonesas que, en tiempos de pistolerismo patronal y violencia política, un anarquista partidario de la acción directa (en concreto Santiago Salvador) atentó aquí. Se representaba la ópera Guillermo Tell, de Rossini. Y en un momento dado, pum. Una bomba entre la hilera 13 y 14. 22 muertos. La segunda bomba no explotó.
Un periodista en La Vanguardia del 8 de noviembre de 1893 lo cuenta así: “Parece ser que la segunda bomba cayó sobre la falda de la señora Cardellach, cuñada del conocido procurador señor Guardiola. Al ser trasladada la señora de Cardellach al salón de descanso, la bomba, de ser cierta esa versión, debió caer al suelo sin que lo advirtiera nadie, pues gran rato después fue hallada debajo de una de las butacas”.
Tuvieron que pasar un centenar de años para que se cumpliera la profecía impuesta por el supuesto búho. Y fue en 1994, recordarán los más viejos del lugar, cuando, durante las tareas de mantenimiento, una chispa llegó incomprensiblemente al telón. Cuando la chispa se extendió. Cuando el teatro volvió a arder.
Fue al poco, también, cuando se desoyó el consejo y se volvió a levantar el teatro. Tentando a la suerte, retando a la profecía, poniendo en duda al búho.