Muchos de los platos de toda la vida han atravesado el tiempo de la mano de alguna leyenda o algún mito que explique su origen. En el caso de la crema catalana hay quienes dicen que el postre nació cuando el flan demasiado líquido que tenía que comerse un obispo se quiso arreglar con azúcar quemado. Al probarlo sin esperar a que se enfriara, el obispo gritó: crema, crema!
Pero las leyendas cuentan más por lo que denotan que por lo que narran, y en este caso la leyenda en torno a un postre como este da buena cuenta de su relevancia en la gastronomía local a lo largo de años y años. Muchos años. Tantos que la crema catalana ya aparece en el recetario catalán Sent Soví, uno de los más antiguos del mundo con más de 700 años de antigüedad.
Como tantas otras veces, la gastronomía catalana no ha inventado nada nuevo. Ninguna otra cocina en ninguna otra parte del mundo lo ha hecho: las cocinas, como tejidos culturales que son, se alimentan unas de las otras y es difícil establecer una frontera precisa para delimitar dónde acaba un plato y empieza el otro. Es por ello que la crema catalana se parece tanto a la crème brûlée, con la diferencia de que esta se espesa con nata, y la catalana, con almidón de maíz.
Buscábamos la mejor de la ciudad, que siempre es difícil, y fuimos a dar con una de las mejores: la de Granja Dulcinea (Carrer de Petritxol, 2). Lo demás, ya lo conoces: una crema suave y dulce con una costra de azúcar tostada por encima que se rompe con una cuchara. Bon profit!