Hubo una época en el que las bocadillerías no eran tan raras. Lugares donde mandaba la plancha y donde las estrellas eran el lomoqueso y sus variaciones. Lugares populares que uno se alegraba de encontrar cuando paseaba por algún barrio, porque sabía que la santa institución del bocata estaba bien protegida en esa ermita, y que por tanto era un buen lugar al que acogerse en los momentos de debilidad ante el pecado de la gula.
Y aunque aún quedan instituciones como el Conesa o algunos frankfurts diseminados por la ciudad, la hamburguesa gourmet comida como excepción ha ganado terreno al bocata como alimento diario. Festín parece querer oponerse a ello y muestra que la cultura del bocadillo sobrevive.
Encontrarse el local es una alegría, porque es un descubrimiento. Un sitio discreto, bonito pero con poco bombo, en un callejón del Borne profundo. Los precios también están contenidos: cada bocadillo, con sus patatas, es una comida completa, y por menos de 20 euros uno sale comido y bebido. Nada anuncia, en definitiva, que allá al fondo del local, en esa cocina que se anuncia pequeñita, se cocina gastronomía grande.
Viaje de Argentina al Borne
Los cuatro socios que abrieron el Festín en plena pandemia fueron Francisco, Germán, Pía y Cleofás, argentinos los tres primeros, brasileño el último. Con alguna experiencia en cocina, decidieron acogerse a los bocadillos típicos de una gastronomía, la argentina, que, según cómo se mire, con sus pizzas, carnes y empanadas, parece haber sido creada con la única intención de curar resacas. Los iconos de esta casa son el Bufón y el Dibujante, dos personajes esenciales para el festín. El primero es el bocadillo de milanesa, con carne empanada, salsa de tomate, huevo, lechuga y mayonesa de la casa: el bufón que hace reír a cualquiera.
Pero es en el Dibujante donde Festín muestra que se puede cocinar a lo grande haciendo bocatas. Todos los panes del lugar son caseros. Este es de patata, y viene relleno de una entraña cocinada a baja temperatura -se agradece en esta carne tensa-, cebolla al vino, setas salteadas, dos quesos distintos, canónigos y mayonesa de trufa. El resultado, obviamente, es una bomba, pero todo cierra en el bocado: el pan aguanta sin deshacerse la mezcla contundente y húmeda, la entraña se deshace en la boca y el resto de ingredientes dan el contrapunto que toca. Es la mordida, en definitiva, que convierte a Festín en un descubrimiento.
En el resto de la carta están las paradas del viaje en Barcelona, o sea, en el mundo. Pollo frito marinado con kefir, bocadillo de falafel, hamburguesas veganas y las smash burguers que hoy no pueden faltar en Barcelona (y que aquí están francamente ricas). Carta de bocadillos argentinos para barceloneses para que todos tengan opciones.
Un último detalle. Aunque con un bocadillo y sus patatas ya acabamos llenos, hay unos pocos entrantes para compartir. El mismo viaje: provoleta argentina, bravas barcelonesas. La primera es deliciosa, pero a segunda explica por qué Festín vale la pena.
Frente a las bravas desganadas de tantos sitios de la ciudad de las bravas, aquí las patatas se asan en el horno hasta tostarlas, para luego cortarlas en gajos con un cuchillo de sierra que hace que la piel se separe un poco de la patata. Al freírla, la patata pre-asada queda tierna, y los gajos de piel se tuestan por su cuenta dejando un crujiente que aguanta mejor que nada el peso de las salas caseras, un allioli untuoso y una picante justa. Unas bravas adictivas de argentinos para barceloneses que demuestran, como sus bocatas, que hay vida en las bocadillerías de la ciudad, que hay descubrimientos para hacer en los lugares discretos y que la gastronomía grande cabe en el espacio pequeño que hay entre dos panes.
Carrer del Portal Nou, 19