Mucho –todo- ha cambiado de la Gràcia primigenia a la Gràcia de 2019, pero sus fiestas se siguen celebrando.
Las calles se han ampliado, han cambiado sus nombres, ha dejado de ser una villa para ser un barrio o un distrito, ya casi no queda una piedra (bueno, una piedra sí) de lo que fue en su origen, pero en su éter se respira algo que se intuye permanente. Una sensación vaga y romántica de que la esencia se mantiene incólume.
Y eso que –sobra decirlo- ni autor ni lectores de estas líneas estuvimos presentes hace 202 años, cuando se celebró la primera edición de las Fiestas de Gràcia.
Lo que sí que cambia o ha cambiado es el número de gente que las celebra o que habita el barrio. Si en 1828 apenas 3 mil personas llenaban sus calles, ahora son más de 120 mil personas quienes viven en el barrio.
Para encontrar referencia de la primera celebración festiva de Gràcia, cuyo origen como villa data del siglo XVII, hay que retrotraerse hasta 1817. Aunque es cierto que las versiones varían en función de la fuente (hay quien dice que se celebraron por primera vez en 1812 tras el derrumbe del convento de Jesús y la mudanza de los monjes al convento dels Josepets), el discurso oficial y dominante es el siguiente: en 1817 se celebran las Fiestas de Gràcia por primera vez.
Una de las voces dice que se hacen el 15 de mayo, en homenaje a San Isidro, patrón de la villa y patrón de los agricultores. En mayo de 1817, entonces y según esta teoría, se fechan cantos, misas y comidas al lado de una capilla. Y que luego pasaron a celebrarse el 15 de agosto porque era (es) festivo en todo el país.
La versión, ahora sí, que ha trascendido es la siguiente: en agosto de 1817 se celebra un encuentro organizado en Can Trilla en honor de la Virgen de Agosto. El encuentro pasa a ser recurrente y a celebrarse de forma periódica y, como se dice vulgarmente, “se les va de las manos”.
La fiesta deja de ser exclusivamente eclesiástica y se meten de por medio las asociaciones vecinales del barrio. Pasada la primera mitad del siglo XIX –como si pudiera haber una tercera mitad-, la popularización alcanza cotas altísimas y pasa a ser uno de los eventos de la ciudad.
A finales de 1890 empieza a ser tradición lo de decorar las calles. Y lo es un poco como variación pagana de las enramadas del Corpus. Dicha tradición, por cierto, ha pasado por altibajos: la decadencia de los 70 –con cuatro o cinco calles decoradas- y el repunte postdictatorial.
Volviendo al tema inicial, diremos que existe una vaga sensación de que las cosas no han cambiado tanto: donde antes se bailaban sardanas, ahora se baila twerk a ritmo de Bad Gyal; donde antes se vendían cerillas, ahora se venden latas de Steinburg; donde antes había carruajes, ahora hay fixies o rollers. Y si antes lo que se hacía era no cerrar las murallas de la Rambla para que los barceloneses volvieran a la hora que quisieran, ahora se abre el metro toda la noche.
Las cosas cambian, fruto de la esclavitud del contexto, pero la esencia se mantiene, repetimos, incólume. El barrio y su condición reivindicativa y combativa se mantienen incólumes.