Los marines estadounidenses marcaron la esencia de Barcelona.
Hace unos meses publicábamos un artículo a colación del 75 aniversario de la Apolo y en él decíamos que: “Podríamos explayarnos en la presencia de marines estadounidenses durante estos años, en la Apolo como punto de encuentro entre jóvenes barcelonesas y estos raros visitantes, pero no lo vamos a hacer”. Es ahora cuando ha llegado el momento de hablar de esta historia.
En algún día del invierno de 1951, la multitud se arremolinaba (porque es lo que mejor sabe hacer la multitud, además de enfurecerse) en las vallas que separaban el puerto del barrio de la Barceloneta. Llegaban miles de gorritos blancos y debajo de ellos, todo nuevo: lengua ininteligible, bolsillos llenos, cuerpos extremadamente pálidos o extremadamente morenos, pero siempre musculados.
La Sexta Flota Americana (la Unidad Operacional de las Fuerzas Navales estadounidenses en Europa) amerizaba en Barcelona. Y desde entonces nada iba a ser igual para la gente de la época porque llegaban los americanos “guapos y sanos” (como diría Berlanga), porque llegaban los turistas.
Aunque, realmente, desconfío del término turista para referir a esta gente que estaba en Barcelona por cuestiones laborales. La RAE, siempre pontificando, dice que el turismo es “Actividad o hecho de viajar por placer”.
Entonces, ¿por qué usar turista para titular el artículo e introducir el tema? Porque, aunque ellos no fueran turistas, su impacto sí que fue tal. Barcelona se transformó para acoger a los marines. Las mujeres esperaban casarse con un yankee guapo que les sacase de la miseria, las tiendas de souvenirs proliferaban, cuenta la leyenda que a un camarero del Jamboree le bastaron dos años de propinas para jubilarse.
Los marines llegaron para cambiarle la cara a una ciudad empobrecida y acogedora. Quienes lo vivieron dicen que pagaban sin esperar recibir el cambio. El enriquecimiento fue económico (entre uno y dos millones de pesetas al día), sí, pero también cultural. Esta forma de globalización incipiente trajo a Barcelona zippos, chicles, vaqueros.
El chicle (por recoger cutremente el símbolo) se fue estirando hasta que se rompió. Los estadounidenses se significaron y eran partidarios del régimen franquista, posicionamiento que no casaba con la Barcelona que estaba por venir. Los marines fueron puestos de imperialistas para arriba y en 1987 se produjo un atentado en la sede de la flota. Y a tomar por culo la relación. El atentado, a día de hoy, no está aclarado. Lo que se sabe es que murió un marinero y el puerto de Barcelona pasó a ser considerado como no seguro.
Acabada la relación, el aroma americano siguió presente en el éter de los locales que colmaban sus necesidades. Locales (como el Kentucky) que, en 2019, siguen abiertos y que nos invitan a pensar que no es descabellado ni desacertado ni hiperbólico afirmar que si Barcelona es lo que es (sea lo que sea que es) en parte es por la Sexta Flota Americana.