Comer mirando a las brasas, con un pan recién cocinado en las mismas, es un privilegio que asociamos antes a un fin de semana campestre que a un almuerzo en el centro de la ciudad. En Brabo la cosa cambia, y basta con cruzar su puerta de una calle pequeña de Gracia para sentir el calor amplio de la llama y el olor del pan recién hecho, y sentir que pocas cosas como el fuego, el calor y la comida para acercarnos a las sensaciones más primitivas de refugio.
En una sala pequeña, con una decoración confortable que recuerda al salón de una casa, con lámparas de pie para iluminar mesas de comedor, un fuego preside, y al fondo del local se enmarca una cocina que funciona como barbacoa de carnes, como obrador de panes y como pase para darle el último toque a los platos ante nuestros ojos.
Allí se prepara uno de los platos estrella, un sorprendente tartar de cerdo (sí, de cerdo), que se prepara en esa mesa a la vista de todos dándole un golpe de fuego y humo coloncando un medallón de manteca colorada casera que se derrite con un tizón de la barbacoa, para que el ahumado impregne a la manteca y se derrita con ella sobre la carne, creando un plato que resume con acierto el propósito de este restaurante.
La carne que comen los pizzeros
Tiene algo de curioso que viniendo de hacer pizza, un plato que no es el mejor aliado de la carne, los pizzaiolos de Sartoria Panatieri hayan decidido abrir un asador. O quizás no. «Esto es lo que nos gusta comer cuando salimos de preparar comida», explica Jorge Sastre, que habla con la seguridad de quien ha creado, desde Barcelona, una de las mejores pizzerías del mundo.
Producto y brasa, algo simple. Para los cocineros, que se pasan el día pensando elaboraciones complicadas para satisfacer a sus comensales, algo tan simple como un buen pedazo de carne a la brasa es lo que buscan para encontrar descanso. Si la decoración de Brabo recuerda al refugio primitivo que es una casa, su cocina, hecha con el alimento más primitivo, la carne, y la técnica más primitiva, el fuego, está hecha para saciar las dos ansias más primitivas, el hambre y el descanso.
De esa ansia una carta en la que el 70% de los platos tocan la brasa. Y del desparpajo de los ex- pizzeros un pan que se cocina al momento en un aparato inventado por ellos, un disco de metal cubierto donde se cocinan al fuego pequeñas hogazas, «mezcla de focaccia y pan de aceite», que dan inicio a la comida junto a una mantequilla ahumada escandalosa y delicada. De nuevo pan, mantequilla y humo, cosas primitivas, para empezar sintiéndose como en casa nada más llegar.
Para seguir, aparte de ese tartar, unos cogollos, que también pasan los brasa y se sazonan apenas con una vinagreta y una picada de frutos secos. El plato demuestra que un almuerzo puede pasar todo por la barbacoa, y que en las recetas simples como esta el talento está en escoger buen producto y tratarlo lo justo.
Para cerrar, un cabecero de lomo Gascón (la raza que tratan, con trazabilidad), que sale de la brasa como un entrecot de ternera, caliente pero rojo, y se sirve con un aligot (un puré francés de patata y carne), que pone broche de oro a la comida con un platazo formado por solo tres ingredientes (carne, patata y queso) que nos deja claro qué les gusta comer a los cocineros cuando dejan de cocinar. Habrá que hacerles caso.