Este texto forma parte de una serie de columnas del escritor Carles Armengol realizadas en exclusiva para Barcelona Secreta. El autor le hace una radiografía a su ciudad natal y disecciona todo lo que se cuece en ella desde la barra del bar, con mirada de psicólogo y sin pelos en la lengua.
Como muchas otras tardes en las que no me apetece cocinar, el martes pasado fui al Gelida con la idea de picar algo al salir del trabajo. Ese “algo” acabó convirtiéndose en un festín del medievo para mis papilas gustativas (o una pesadilla para mis triglicéridos, según se mire). Todavía sigo sin entender cómo logré encontrar mesa entre tanto turista despistado, diseñadores vestidos de luto y estudiantes de Bellas Artes con mullet y bigotillo que parecía que habían viajado de un futuro distópico para disfrutar de los últimos resquicios de autenticidad en la ciudad perdida.
Mientras mojaba la última rebanada de pan para finiquitar la salsa del fricandó, me entretuve contemplando a un joven japonés que fotografiaba el plato de cap i pota que se estaba zampando. Su sonrisa se contagiaba al verle inmortalizar ese guiso de color cobrizo. Tras la mala decisión de seguir con un bacallà a la llauna, y de la cual no me arrepiento, me pregunté si le estaría gustando esa textura tan particular. ¿A qué le evocaría?, ¿a dónde le estarían transportando los sentidos? ¿Acaso su densidad magmática y el punto picante le recordarían al curry japonés?
Me entretuve contemplando a un joven japonés que fotografiaba un plato de cap i pota. ¿Su densidad magmática y el punto picante le recordarían al curry japonés?
Si hay algo que caracteriza a los barceloneses es que siempre que viajamos tenemos que compararlo todo con nuestra ciudad. A lo largo de mi vida he escuchado cosas como que Lavapiés es el Raval de Madrid o que Dolores Park es El Carmel de San Francisco. Lo mismo nos pasa con la comida, necesitamos hacer nuestro aquello lejano y desconocido para sentirnos como en casa, resguardados frente al calor de la hoguera.
En la barra, dos parroquianos voceaban tras pimplarse ese quinto que marca la casilla de salida hacia un martes de los que el cuerpo pide comisaría. Uno de ellos dijo, entre carcajadas, que Cataluña acababa de ser nombrada Región Mundial Gastronómica para el 2025. Acto seguido, el otro añadió: “claro, la escudella es el ramen català y la ratafía nuestro Jagger”. Los dos rieron con fuerza y brindaron.
Decidí zanjar la sucesión de malas decisiones con un flan de mató casero adornado con la honestidad de un buen chorro de nata industrial. Me fui a casa deseando que fuera viernes para juntarme con aquellos desconocidos de la barra. Hubiésemos charlado de pies de cerdo con caracoles, de la diferencia entre la samfaina y el pisto, del postre pijama, de freír a la andaluza o a la romana. En definitiva, conversaríamos sobre la infinidad de recetas locales que hacen que te sientas como en casa, a pesar de estar en la barra de un bar de tu barrio o traspasando las fronteras de otro continente.