El Brusi llamaba poco la atención al pasar por delante. Este bar esquinero gigante, con más de medio siglo de historia en pleno corazón de Barcelona, con una barra eterna y hasta un segundo piso con billares, podía llegar a pasar desapercibido en la marabunta de actividad, turismo y gente de la calle Llibreteria, que de día avanza tan rápido como la ciudad.
Porque los locales auténticos como éste tienen eso, se integran mejor que ninguno en el paisaje urbano porque forman parte de él, hasta el punto de no llamar la atención en un paseo. Pero una vez ponemos la mirada en su cartel setentero, los detalles históricos nos hacen entender inmediatamente que estamos ante un lugar con solera al que queremos entrar enseguida.
En una época donde espacios amplios y altos como el del Brusi se abren a la calle con ventanales gigantes, este bar escondía su preciosa barra y sus mesas de formica tras unas puertas que no anunciaban que allí se alojaba uno de los últimos refugios del Gótico, cuyo cierre deja aún más huérfano de buenos lugares a un barrio que ya solo es una copia mala de lo que algún día fue.
Porque los sitios que hoy son fantásticos algún día nacieron para solo ser, y hoy es nuestra mirada, harta de locales que nacen para vibrar en instagram, la que encuentra remarcables los lugares que nacieron sin vocación de ser fotografiados.
Los callos más famosos de Polonia
Los dueños del bar, Montse Sabadell, de 85 años, y su hijo, Josep Sans, de 53, han anunciado que cierran el bar por cansancio, porque, aunque entienden las nuevas normativas que se imponen a la hostelería, ya no tienen fuerza para cumplirlas.
Sin decir apenas adiós, de un día para el otro, con la discreción con la que el bar vivía en esa esquina sin llamar la atención, las puertas que antes escondían un tesoro se han cerrado, y dejarán de dar paso a la cocina que preparaba uno de los mejores callos de la ciudad.
En un espacio de apenas dos metros, a la vista de todos, Montse preparaba cazuelas de tripa a la catalana, de butifarra amb bolets y tortillas (las cartas cortas son las mejores) con el talento de quién no necesita aprender (ni revelar) recetas.
Como los churros que se hicieron famosos en Corea, al Brusi peregrinaban los turistas polacos buscando los callos que una vez promocionó por el cónsul de Polonia en Barcelona por su parecido con un plato del país. Esas cosas.
Esos callos nacieron bajo otras normas. Las de ahora dicen, por ejemplo, que esas cazuelas, expuestos como trofeos mayas en la barra, tienen que refrigerarse antes y después de servirse, poniendo reglas de ahora para platos y cocinas de antes. Y así se acaba la historia.
La del Brusi es importante por que es una excepción en Barcelona, pero es, en realidad, solo otra más de las miles que han muerto en el barrio. Las cocinas pequeñas, las recetas no escritas, las cocineras sabias e intuitivas. El atlas de la memorias gastronómica se construye en bares como el Brusi, y muere un poquito con ellos también cuando cierran.
Ahora, en su esquina, abrirá algún local que sí que llamará la atención. Sus paredes serán grandes ventanas transparentes que dejarán ver con claridad el interior del local, pero dentro ya no habrá ningún secreto que esconder.