Hasta ayer, podía presumir de ser un barcelonés de puro pedigrí: soy más charnego que un columpio de un parque infantil de Badal, solo conozco el laberinto de Horta por recomendarlo a los que vienen de fuera, deseando que se pierdan y que jamás encuentren la salida, y la Ciutadella me parece un circo repleto de payasos y malabaristas. Pero amigas, compañeros, he quebrantado los códigos urbanos que diferencian a los de aquí de los de allá. He visitado la Pedrera por primera vez a mis cuarenta y dos años.
Si lo que queréis es saber la historia de la Casa Milà, será mejor que le pidáis a Wikipedia que os la cuente. Lo que aquí os voy a narrar es cómo fue la experiencia de adentrarme en uno de los principales pilares de la burguesía catalana.
Eran las diez y cuarto de la mañana cuando llegué a la esquina entre Passeig de Gràcia con Provença. La cola de gente que esperaba para entrar parecía la puerta del Balmes 88 en su mejor época. Ane, un servidor y una pareja de Mollerussa éramos los únicos que no hablábamos japonés. Un joven con pinta de estudiar en el Institut del Teatre se acercó a nosotros para pedirnos las entradas. Mierda, las entradas.
No las encontraba en ningún correo ni en la carpeta de spam. Yo estaba seguro de que las había comprado así que, tras comprobar que Google lo había sincronizado en el calendario, le enseñé el recordatorio que añadía un código de reserva. “No pateixis, a vegades passa que no s’envien els emails de confirmació”, me dijo el chico aspirante a serie de Tv3.
Nada más entrar, cogí una especie de tableta electrónica con pantalla táctil que se conectaba a unos auriculares de diadema con espumilla. Me sentí como Michael J. Fox en Regreso al Futuro. A partir de ahí, iniciamos nuestra visita como si unos desconocidos que se presentaron con su apellido antes que por su nombre nos acabasen de invitar a una fiesta en su casa; con grupitos de gente en la cocina, la terraza, las habitaciones y, sobre todo, en el baño.
El zigzagueo por las distintas salas y habitaciones se podría resumir en un subidón de Stendhal que me elevó hasta la azotea; para, seguidamente, desplomarme en caída libre golpeado por la conciencia de clase y la realidad de una ciudad que parece que ha dejado de pertenecernos. Cuanta belleza. Qué maravilla.
Mientras los guiris sujetaban con desconfianza sus mochilas cada vez que me acercaba demasiado a ellos, pensaba en lo disparatado que está el precio del alquiler en Barcelona. En toda esa gente con apellidos que cotizan en bolsa que solo se junta con personas que tengan apellidos bañados en oro; en esas élites que nunca han cogido el metro, que piensan que su tiempo vale más que el tuyo y que jamás han escuchado un NO en su vida.
Fui a buscar a Ane a la tienda souvenirs, porque siempre tiene que comprar algo cuando visita un museo. Compró un libro sobre plantas, por aquello de que el Modernismo se inspiraba en la naturaleza. Yo robé un lápiz, por aquello de que algo de ese edificio me pertenece.