Me parece fascinante el enorme poder que ejerce el urbanismo en la vida de los ciudadanos. Nuestra forma de afrontar el día puede ser muy diferente en función de cómo sean las calles por las que nos movamos. Una ciudad con vías peatonales, con zonas verdes que nos protejan de los azotes constantes de las olas de calor, con carriles bici y abundantes puntos de agua, es una urbe saludable que se preocupa por la calidad de vida de sus habitantes. Pero una ciudad que no cuida a los negocios con alma es una ciudad al borde de la muerte.
Ayer decidí deambular por Barcelona con la intención de aclarar la mente y apaciguar los conflictos internos que acostumbran a manifestarse durante una jornada ajetreada. Como no soy de los que se desplaza en línea recta, sino más bien de los que busca atajos que retrasan mi llegada, la corriente en zigzagueo me hizo desembocar en Consell de Cent, un lago de agua turbia en el que luchan de forma salvaje especies en peligro de extinción contra monstruos mutantes carentes de alma.
Voy a ir al grano: Consell de Cent se está convirtiendo en una autopista de falsas esperanzas que aglomera en cada uno de sus lados una cantidad infame de locales de mierda. A duras penas quedan negocios longevos que realicen su actividad con amor. Los pocos que perduran luchan como pueden, desarmados, tan solo con sus manos, contra franquicias podridas de dinero que disparan balas de bubble tea.
Las terrazas de los bares están vestidas con sillas y parasoles de colores fosforito que muestran el logo de alguna bebida alcohólica a lo grande, sin vergüenza, como en los 90. Muy hortera.
También abundan las barberías que quieren oler como lo haría Oklahoma a mediados del siglo XX, con barberos enfundados en delantales de tela vaquera y chapas de Route 66 colgadas en la pared. No te dejes engatusar. Los pantalones elásticos descosidos, las New Balance, y, sobre todo, la música espeluznante que se escucha desde la calle les delata. Huye.
Al llegar al cruce con Enric Granados, decenas de personas hacían veinte minutos de cola para comerse un helado. Sí, posiblemente sea la mejor heladería de Barcelona, pero, no deja de ser un jodido helado.
Tampoco os voy a engañar. Si dejo de pensar en las tiendas de cartón pluma que delimitan el ancho de esa calle infinita, a una parte de mí le gustó ver a cientos de personas paseando. Por unos instantes, tonto de mí, llegué a pensar que no me encontraba en Barcelona, como si mi cuerpo se hubiese teletransportado a una aldea reinada por peatones.
Sentí que, aquel camino encementado se había construido como una ofrenda para que los ciudadanos se sintiesen empoderados y se olvidasen de la cruel soledad que desprenden los bloques de hormigón inmensos de la gran metrópoli. Esa sensación estúpida se desvaneció cuando tuve que poner toda mi atención en esquivar un ejército de bicicletas Bicing y un escuadrón de repartidores de Glovo, Just Eat y Uber Eats.
Y, ¿qué es un negocio con alma?, os preguntaréis si volvemos al inicio de esta columna. ¿Cómo se detecta la vida entre paredes, materiales y muebles de apariencia inerte? Pues, principalmente, el espíritu de un negocio se percibe a través de la belleza de lo imperfecto; de la naturalidad, de los detalles que lo convierten en único; de la humanización con nombre y apellido de todo el trabajo que hay detrás de ese comercio, por encima de las siglas S.L.
Como, por ejemplo, en Los Tortillez, uno de los pocos garitos que consigue mantener el pulso con vida de Consell de Cent. Un local con la apariencia de un bareto de los años 80, con valores del siglo XXI. Los Tortillez es un bar sensibilizado con la diversidad funcional formado por una plantilla de trabajadores que provienen de colectivos en situación de exclusión social.
Así que, después de pasear por esa autopista de tiendas clonadas y sin alma, decidí entrar en los Tortillez para hacer una parada técnica en la barra. Sentado en ese pequeño oasis de esperanza, y después de zamparme su tortilla de chorizo con queso y pimiento verde, me reconcilié un poquito con este mundo que se apaga.