Este texto forma parte de una serie de columnas del escritor Carles Armengol realizadas en exclusiva para Barcelona Secreta. El autor le hace una radiografía a su ciudad natal y disecciona todo lo que se cuece en ella desde la barra del bar, con mirada de psicólogo y sin pelos en la lengua.
Desde hace varios años, cuando entro a ciertos bares siento una extraña emoción. Me refiero a esas tabernas que me recuerdan que hubo un mundo gobernado por la insensatez humana en lugar de por algoritmos e inteligencias artificiosas. Cuando me encuentro tomando una cerveza con el codo apoyado en una barra de acero inoxidable y una señora en bata con los tobillos rechonchos sobresaliendo de unos zuecos me sirve una cerveza, experimento una especie de alegría más agridulce que un pollo a la naranja.
Por un lado, me hace muy feliz saber que algunas tabernas se mantienen en lucha como el último bastión de resistencia contra la subida de los alquileres, los fondos buitre y la imparable homogeneización urbanística. Es como tomarse un vino en una trinchera. Fuera están en guerra y hace mucho frío. Pero, por otro lado, me pone muy triste pensar que, quizás, en unas semanas, me enteraré de que ese templo de la restauración ha perdido la batalla contra una franquicia con menos proyección que el boom de los pollofres.
A puertas de finiquitar el 2023, no ha pasado un solo mes sin que nos enteremos del cierre de algún negocio que un día decidió abrir sus puertas con la intención de pintar Barcelona de color y de vida. El mes de abril quedó marcado por una noticia catastrófica: el mítico bar Brusi (Carrer de la Llibreteria, 23, 08002) del barrio Gótico anunciaba la bajada permanente de su persiana. Adiós a ese rótulo con tipografía de finales de los sesenta que escupía estilo y personalidad a las tiendas de souvenirs que rebosan por los alrededores de la Plaça Sant Jaume. Hasta nunca a los mejores callos de Barcelona, sencillos y carentes de pretensión, porque Montse los guisaba con el amor de quien no tiene la intención de liderar ningún ranking.
Sin haber superado la primera fase del duelo tras la pérdida del Brusi, este verano nos enteramos de que el Milano Jazz Club (Ronda de la Universitat, 35, 08007) cerraría sus puertas para siempre. Nacido en 2007, el mítico club de jazz se encontraba en plena Ronda Universitat, rodeado por cientos de locales desalmados. Para acceder a ese sótano de terciopelo rojo, había que precipitarse por unas escaleras que salían de un -agárrate- Bracafé. Por lo visto, los propietarios han preferido ceder el espacio a una franquicia italiana de trattorias. Un franquicidio más en la ciudad perdida.
Por si esto no fuera poco, la Granja Bruselas, (C/ de Roger de Llúria, 67-69, 08009) fundada en 1940, también se ha visto obligada a dejar de servir chocolate caliente en el Eixample Esquerra debido a un fondo buitre que ha echado a la calle a todos los vecinos del edificio para ofrecer pisos turísticos. Un pequeño bar que superó la posguerra, el franquismo y una pandemia, vencido por una bandada de buitres carroñeros.
¿Sigo?, Marc’s Entrepans, Granja Montsant, Pla de la Garsa… y si entramos en otro tipo de negocios la lista se hace interminable. Ni cabe decir que la muerte forma parte de ese camino llamado vida. Pero cuando la causa de la defunción no es natural, sino un asesinato, es cuando debemos preocuparnos.
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